Captains Bar

Este texto es parte de un diario de viaje que empieza aquí.


Viernes 5

Camino por el parque cerca de la Universidad de Edimburgo. Hay un chico tocando el banjo y se acompaña con un set de percusión que se ha construido él mismo con una caja, un bombo y un plato, que golpea con unas maderas que mueve con los pies. Toca una canción folk. Me gusta. Le pregunto si es suya. “No, es de Bob Dylan”. No tengo ni idea de música folk.

Años 20

Cuando entra el calvo con gorra, guitarrista y cantante residente del Captains Bar que va a tocar esta noche, Sean Paul Newman, yo estoy sentado en el rincón de los músicos. Me cambio de lugar y noto, en ese instante, que el local se ha llenado de un olor a colonia que me resulta familiar. Reconozco de inmediato el olor a Brumel.

Llega otro señor mayor con una guitarra de cuatro cuerdas National, una especie de dobro-banjo. Comienzan a tocar canciones folk escocesas e irlandesas. En algunas Sean Paul Newman canta con una voz fuerte y escupiendo mucho. Hablan de amores que se van y no regresan, del invierto, de barcos que zarpan. Miro alrededor y veo a la gente tomando cerveza y whisky, golpeando el suelo con las botas a ritmo de negras, bum-bum-bum, cantando como una sola voz y mirando hacia arriba con los ojos cerrados al hacerlo.

Llega otro tipo, más joven, con un violín, y se les une. Se sienta cerca de mi un señor con sombrero y anillo de casado, con un Ukelele-Bass. “U-Bass”, me corregirá más tarde cuando estemos meando uno al lado del otro de pie en el lavabo, “u-bass, if you want to be push”, me dirá al subirse la cremallera.

Pienso que tengo suerte de estar aquí, en este momento. Que no se me ocurre un lugar mejor en el que estar ahora mismo. Partícula radioactiva. Soy parte del mobiliario.

La rubia de las piernas infinitas habla con la mujer con gorra que dice ser cantante. Piernas toma té, que le sirve un tipo engominado con la línea del pelo perfectamente recta a la izquierda, un chaleco ajustado, una camisa blanca remangada y una corbata de nudo grueso de color naranja. Toma whisky sin hielo en un vaso pequeño. La amiga de la cantante con gorra, que parece mayor, pero no debe de serlo tanto, bebe vino. Pienso que podríamos estar en el Chicago en los años 20.

Me preguntan unos estudiantes si podemos compartir el sitio, y dejo de escribir en la libreta. “Claro”. El chico es mexicano, una de las chicas es pelirroja y la que me pide perdón por interrumpir mi concentración, rubia. Se llama Sophie. “Solo tomo notas del ambiente”, le digo. Busca en su bolso y me enseña su bloc de notas, “descubrí este lugar no hace mucho y es increíble”. Sonríe.

Al irse la rubia de las piernas infinitas, me doy cuenta de que son infinitas por la falda corta, los zapatos afilados y el brillo de las medias. Gomina le ayuda a ponerse el abrigo con cuello de pelo, y luego él se pone una americana negra y un abrigo largo. Al dirigirse hacia la puerta la rodea por la cintura y, antes de salir, se gira hacia nosotros y dice adiós con sus guantes de piel.

Al salir, de vuelta al hostal, me despierta de golpe el frío en la cara. Dentro siguen cantando, y fuera estamos a bajo cero. He tomado dos litros de cerveza y necesito encontrar algo abierto donde comer algo. Y un callejón oscuro donde poder mear.



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