Carretes fotográficos

De niño, los avances tecnológicos llegaban a casa cuando algún yesero, algún paleta o algún peón, a la hora del almuerzo en la obra, comentaban con mi padre alguno de las juguetes que habían comprado para sus hijos, o de los que habían oído hablar. Los artilugios aparecían entre mordiscos a bocadillo de chorizo, tragos de cerveza y sorbos de cortado. Así entró en casa la bicicleta de cross, la mountain-bike, el vídeo betamax, el ordenador Amstrad y la cámara fotográfica réflex.

Fue en la navidad del 1992 cuando mi padre decidió que teníamos que comprar una cámara nueva. Hasta entonces habíamos estado usando una vieja que tomaba fotos del formato cuadrado de 13×13 o 15×15. Fuimos al centro, a Nivell 10 y compramos un modelo Minolta con un objetivo 35-80, y un flash con una base con infrarrojos para poder medir bien la distancia en la oscuridad de la noche. Palabras que aquel momento nos sonaron a chino, pero que el vendedor supo vender y el comprador no dudó en comprar. Y volvimos a casa contentos. El encargado, como siempre, de saber como funcionaban todos los botones y leer el manual, fui yo.

No fue hasta el siguiente verano, el de 1993, cuando la cámara pasó de ser un objeto caro con nomenclatura imposible, a tener un significado en nuestras vidas. La cámara viajó con nosotros al pueblo de la sierra y me acompañó a todos los lugares a los que fui. Miré todos los lugares a través del objetivo y miré a todas las caras con la protección ultravioleta del cristal. Y al mismo tiempo que en aquel año la vida que había conocido cambió y me hice mayor, me convertí en espectador de mi propia existencia.

Acabé el verano con 2 o 3 carretes que había que llevar a revelar. Debió pasar al menos un mes hasta que tuve en mis manos los sobres con los carretes revelados. Recuerdo haber dicho en la tienda que las quería todas, que no dejaran fuera las borrosas o las oscuras. Quería verlo todas, lo bueno y lo malo.

Llegué a casa, me metí en la habitación, me senté en la cama y abrí los sobres. Y vi, por primera vez, mi vida puesta en fotografías. Las imágenes eran lo que había vivido, con sus momentos borrosos, y sus momentos oscuros. Puestas una detrás de otra contaban una historia. Cada una de las fotografías me llevaban, como una máquina del tiempo, al mismo lugar en el que estaban tomadas, me colocaban detrás del objetivo y volvía a oír las risa, oler lo olores, y sentir en calor de la sierra en mis mejillas.

Y ese día decidí que iba a fotografiar toda mi vida.

Cada viaje, cada encuentro con amigos, cada fiesta… volvían a revivir cada vez que miraba las fotos. La emoción de abrir por primera vez el sobre y encontrar cada momento grabado, saber que iban a ser para siempre, que el tiempo podría borrar algunos momentos, pero aquellos serían eternos. Supe que la memoria, como la historia, se iría reescribiendo, cambiando, pero aquellas imágenes iban a quedar para siempre.

Desde aquel verano de 1993 hasta hoy siempre he tenido una cámara de fotográfica conmigo. Nunca aprendí a manejar la velocidad de obturación, ni la teoría de las líneas, ni lo que significan los números que aparecen por todos los lados. No me importó como esos números mejoraban o empeoraban una imagen. Lo que aprendí fue a captar lo que yo estaba viendo. Aprendí a transformar la realidad a algo que mis ojos querían que fuera. No importaba si un lugar estaba repleto de gente, si me sentía solo allí, conseguía que en la fotografía no se viera a nadie mas. Mirar directamente al sol para que el recuerdo fuera blanco y brillara como brillaba aquél momento.

Aprendí a manipular la memoria y a ser selectivo con los recuerdos. Sólo lo que quedaba impreso en papel era real, lo demás podía haber sido una mentira. Me convertí en el guardián de los recuerdos. Cuando alguien quería recordar un lugar, cuando querían verse más jóvenes, con otra corte de pelo, con otro estilo, cuando querían ver como eran los que se marcharon, acudían a mi. Y comenzaron a ver el pasado tal y como yo lo veía.

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En febrero del 2004 compré mi primera cámara digital. Tenía miedo. Miedo a que las sensaciones cambiaran, que de pronto todo fuera más sencillo y se perdiera la emoción de la espera, que la inmediatez terminara con ese pequeño nudo en el estómago justo antes de ver la primera foto, o el suspiro final de ya está, ya está todo visto y esto es lo que hay, la sensación de que lo hecho hecho está. Tenía miedo que lo digital se llevara todo eso, y miedo a perder mis rutinas.

Pero no pude evitarlo, esta vez no hizo falta que mi padre hubiera oído hablar de los avances tecnológicos en la obra, Jul me dejó su cámara digital una noche, y me enamoré. No había marcha atrás. Quité las pilas a la cámara vieja y la dejé en el cajón, en su funda de cuero, para no volver a usarla nunca más. Rompí con ella sin darle una explicación. Había encontrado alguien más joven y menos cansada. Alguien con el que empezar un nuevo diálogo y no repetir las mismas frases de siempre.

Y empecé a tomar fotos con ese nuevo formato. Descubrí que podía tomar muchísimas más fotos, y empecé a ser menos selectivo. Cada vez más y más imágenes. 10.000 en un año. Aparecieron cámaras en las manos de cada uno de mis amigos, y ellos también empezaron a crear sus propios recuerdos, a seleccionar su pasado. Aparecieron los vídeos, y ya no hizo falta recordar los sonidos, ni qué había detrás de cada escena. Todos y cada uno de los momentos se podían ver desde todos y cada uno de los puntos de vista del que estaba detrás de todas y cada una de las cámaras. Cinco, seis o siete puntos de vista del mismo momento. Ya nadie venía a mi para buscar un recuerdo. Dejé de ser el guardián de la memoria.

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En verano del 2009 tuve la necesidad de huir de mi casa, de dejar algunas cosas atrás y matar algunos fantasmas. Me mudé. Tenía una casa repleta de objetos que meter en cajas, toda una vida que almacenar. Abrí todos los armarios, saqué todo lo que escondían las estantería y entonces, en el fondo del cajón de las fotos, apareció la vieja cámara, y al lado de ella un carrete sin revelar.

Me sorprendió. Algo había fallado en mis rutinas pasadas y aquel carrete nunca había sido revelado. No supe situarlo en el tiempo, era incapaz de recordar en qué momento se quedó allí olvidado, repleto de imágenes por redescubrir. Me fue totalmente imposible imaginar qué podía haber allí dentro, qué lugares, que personas, que pequeña parte de mi vida que había dejado de existir porque nunca se había convertido en papel impreso.

Pudiera ser que se hubiera deteriorado, que se hubiera velado con el paso del tiempo y el negativo no fuera más que unas manchitas psicodélicas en un papel blanco, borrones de algo que había sido, y que nunca sabría lo que fue. Pero también podían ser imágenes de un pasado que ya se fue y no iba a volver. Y descubrir que algo, quizás, no fue tan hermoso como se quedó en la memoria, o quizá apareciera alguna cara que ya dejó de estar para decirme algo que no quería oír.

Había estado guardando mi pasado como un tesoro, por miedo a olvidar, y mi pasado era una mentira pasada por la lente de una cámara. El presente no podía competir contra la belleza del pasado, en un presente que no siempre era equilibrado, ni tenía contraluces, ni sonrisas congeladas atrapadas para siempre. El presente luchaba contra un pasado tan hermoso que me estaba obligando a huir de mi propia casa.

Y decidí no revelarlo.

Guardé el carrete y la vieja cámara en su funda de cuero en una de las cajas de cartón, junto con negativos y fotos mal tomadas, juntos con álbumes por rellenar y marcos vacíos. Y lo dejé donde dejo las cosas que no quiero volver a ver.



2 Comentarios

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  1. Me encanto!!
    Que lindo escribis Alex!!
    Una lastima no haber estado en casa cuando nos visitaste, ahora por intermedio de Mary, te encuentro.

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