La escuela

Era una tarde de sábado, y como cualquier otra tarde de primavera, Andreas y yo dábamos una de nuestras absurdas vueltas en bicicleta por Barcelona. Habíamos llegado a Horta y cogido Passeig Maragall a la derecha, dirección al centro, cuando lo encontramos. Como un matorral lleno de flores en mitad de un aparcamiento de un centro comercial en las afueras de la ciudad, al lado de la autopista y muy cerca del mar, o como un billete de 20 entre los miles de pies anónimos y ciegos pisoteando las baldosas de las Ramblas. Allí estaba, como perdido, como abandonado, como ignorado: un viejo edificio que había sido una guardería o un colegio de primaria, con una patio gigantesco y 2 edificios separados. Uno de cuatro plantas, con ventanales, tejados oscuros y una torre. Y otro más pequeños de dos alturas, más nuevo. Y unos pinos en la parte de atrás. Y un cartel en la puerta: “Se alquila”.

Nos bajamos de la bici y los dos nos cogimos a los barrotes de la verja y empezamos a imaginar. ¿Y si viviéramos en un lugar así? ¿Y si dejáramos todos nuestros pisos de alquiler compartidos y nos mudáramos a este jardín? ¿Cuánto tiempo nos quedaba antes de caer atrapados en una hipoteca, en un piso de obra vista con parquet y aire acondicionado? ¿Cuántos tendríamos que ser para pagar el alquiler? ¿Seríamos suficientes?

Delante de nuestros ojos, con la cara apoyada en dos barrotes vimos como se transforma el patio de hierbas secas y columpios oxidados en un jardín con tomates y lechugas. Flores, un limonero, pájaros picoteando las semillas. Nos vimos llegando del trabajo con nuestras camisas blancas de rayas, nuestros pantalones de pinza y los mocasines, y abriendo aquella verja, para desnudarnos y ponernos las chancletas y la camiseta rota, y los tejanos cortados y encontrándonos a alguno echando unas canastas mientras otro, en calzoncillos sentado en una mecedora, hablaba desde lejos con una cerveza en la mano y la boca llena de frutos secos. Escuchamos el sonido de la batería y las guitarras sonando dentro del edificio más pequeño, y vimos salir por la ventana del segundo piso la luz del proyecto dónde alguien miraba una película.

Vimos la mesa gigante en la parte trasera, dónde los pinos. La hora de cenar con un mantel rojo y cubiertos para 20. Vimos a 4 o 5 amigos limpiando platos, a otros 4 o 5 tomando café y a 2 o 3 jugando a las cartas. Vimos a los bebés tirándose balones en una sala azul con ventanas abiertas. Vimos una fiesta con grandes altavoces y la policía pidiéndonos que, por favor, bajáramos la música, y nosotros poniendo marcas en una pizarra, y diciendo que si no venían un mínimo de tres veces, aquella fiesta sería un fracaso. Nos vimos explicando extrañas teorías a las invitadas más bonitas que se creían que éramos hippies, veganos, ecologistas y naturistas, mientras escondíamos los restos del asado en algún trastero, y quitábamos las etiquetas a las botellas de coca-cola de 2 litros.

Vimos un taller lleno de herramientas, una biblioteca, una sala con literas, y alguna habitación para las parejas que buscaban intimidad. Vimos cojines en el suelo y ropa tendida. Vimos la lluvia desde el porche y los coches pisando los charcos, y la gente paseando por la calle, y los viejos con la bolsa de pan, y las abuelas comprando dulces a los nietos, y los taxistas escupiendo desde las ventanillas, y los niños vacilando con las motos, y a las niñas hacerse las difíciles, y los padres con el Marca y las madres saliendo de las peluquerías, y a los perros orinando en los árboles, y los dueños recoger la mierda con una bolsa de plástico. Vimos el mundo girando alrededor y nosotros detenidos en nuestra burbuja.

Así lo vimos todo, claro y transparente, agarrados fuertemente a los barrotes cortándonos la circulación de la frente. Durante unos minutos pasó toda una nueva vida por delante de nuestros ojos, una vida que casi podíamos tocar, oler, saborear y sentir. Recoger la fruta del árbol y comer directamente. Meter la boca en el río y beberlo. Así de limpio y claro lo vimos.

Soltamos la reja, nos subimos a nuestras bicicletas y regresamos a nuestro piso compartido, de una sola planta, sin jardín, ni flores, ni columpios oxidados, ni pinos en la parte de atrás, y no dejamos de hablar sobre la vida que nos esperaba cuando estuviéramos todos viviendo en aquel lugar.

Unos días más tarde saqué la nota donde había apuntado el número de teléfono de la inmobiliaria y lo marqué. Había practicado mi voz seria, había decidido inventar que era un inversor que quería abrir una escuela privada. Incluso había pensado en registrar una sociedad si era necesario. Contestó una voz:

– Hola, ¿En que puedo ayudarle?

Y lo vi . Me vi llamando a todos para explicarles el plan. Describirles todo lo que íbamos a hacer. Vi la cara de tú estás loco de algunos. Las dudas de otros, el yo no sé si esto va a funcionar. El miedo. Luego nos vi llegando al lugar, y el cansancio ante la idea del trabajo que había que hacer, y vi como poco a poco empezaban los roces, las peleas, la tensión, la distancia, el adiós. Vi como poco a poco cada uno necesitaba su propio espacio, su intimidad. Los vi yéndose a las pocas semanas, uno detrás de otro caen las piezas de un dominó. Y Andreas y yo en el porche pidiendo que se quedaran.

Vi las goteras en el tejado y los tableros sueltos, el suelo levantado y la alfombra llena de piojos. Vi el frío en el invierno y el calor en el verano, y las ventanas sin cristales, y las puertas que no cerraban. Y me vi feliz allí en medio de todo aquello.

Y vi los suelos de parquet y las puertas que cerraban en pisos nuevos, y las ventanas de aluminio, y la calefacción, y el aire acondicionado y los sofás en forma de L con reposapiés. Y los vi a ellos felices allí sentados.

Y colgué.

Cuando Andreas preguntó qué habían dicho contesté: “Algunas veces es suficiente con soñar”.



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