Oxford Street

Este texto es parte de un diario de viaje que empieza aquí.


Miércoles 3. Noche

Pablo y William están invitados a un evento de una compañía que fabrica grifos y me llevan con ellos. “Como si tuviéramos algún tipo de decisión sobre el monomando que colocar el cualquier proyecto de Foster (+partners).”, comentará más tarde Pablo, mientras esperamos a que nos tomen nota en el italiano donde vamos a cenar después de acabarnos todo el champán, y de que todos los camareros nos esquiven y levanten las bandejas al salir de la escalera, donde esperamos para ser los primeros, y no dejábamos nada a nadie. “Lo único que me atrae de los eventos profesionales -míos o de otros- es la comida gratis”, les había dicho yo antes de entrar.

En Oxford Street un techo de lunas y la sensación de estar en un túnel de luz de escaparates de tiendas de moda. Autobuses de dos pisos, algunos rojos y otros del color de la publicidad con el que le hayan empapelado, completando la escena, como el attrezzo necesario de cualquier comedia romántica rodada en Londres. El pub, en Great Portland St, donde me siento a esperar, está en la acera de enfrente de donde se celebra el evento. Se abarrota de gente que toman pintas de pie, de todos los colores y con todos los acentos. Son las 7 de la tarde y debe ser la hora de salir de la oficina. Me gusta la sensación de no saber que día ni que hora son.

William me recoge con la frase: “vamos que ahí en frente la bebida es gratis”. Me gusta formar parte de algo cotidiano, aparecer de la nada como si hubiera estado siempre ahí. Nadie se extraña de verme, a algunos ya los conozco, y yo les soy familiar también a ellos. Algunos piensan que soy arquitecto. Yo estaba en aquella fiesta que pasaron tantas cosas; yo era el que no se movió de la cocina; el que servia las copas como si la casa fuera mía; el que llevaba el maquillaje de león; el que dijo, “quédate a dormir en el sofá”; el que se quedó a dormir en el sofá de otro; el que caminó contigo buscado un taxi y no sabía pronunciar la dirección correctamente. Alguien recuerda que yo era el que trabajaba con libros. Todos ellos son arquitectos.

Me gusta volver una y otra vez a las mismas ciudades. Me gusta creer que dejo un poquito de mi en cada uno de esos lugares, como una molécula radiactiva que está presente y que necesita siglos para desaparecer del todo. Estoy en cada una de las casas en las que respiré y en cada una de las calles en las que dejé la huella de mis zapatos. Estoy en cada palabra que me dijeron y en cada adjetivo que inventé para colorear mi verbo.

Hablar y contar historias. Comida y bebida gratis. Por unos segundos sentir que estado siempre aquí. Que soy parte de esto.

Fizz

El la fiesta sorpresa de Lucas yo estoy en el escenario con los amigos que le cantan el cumpleaños feliz. Comeremos pastel, de dos clases. Beberemos cerveza. Luego algunos músicos y Lucas tocarán y cantarán algunas canciones. Me pedirán que toque algo, y contestaré que sin los chicos no puedo, que yo no sé cantar. “Pues cuenta algo”, me dirán Tito y Lucas.

Estaré encima del escenario con Paco sentado al piano diciendo “yo te hago la banda sonora” y pulsará teclas al azar. No sabré lo que contar. No es así como funciona, pensaré, sucede o no sucede, viene o no viene. Seguirán sonando notas aleatoriamente en el piano. Hablaré de aeróbic. Nadie reirá. Hablaré de China y de India. Nadie reirá. El foco me dará calor. Me sudará la frente. Silencio. “¡Cuenta lo de la sangre!”, gritará Lucas desde el sofá. Y entonces comenzaré la historia que siempre empiezo y nunca termino: “Aquella mañana, como todas las mañanas a la misma hora, fui al baño, justo al despertar. Al levantarme descubrí que el lavabo estaba lleno de sangre”.

La contaré entera. Reirán. Aplausos. Nadie podrá creer que haya contado algo así.

Rastros

Sucede o no sucede. Viene o no viene. No sé inventar historias, solo sé hablar de mi, de mi historia. Hablar y contar cuentos. Dejar mi rastro allá por donde he pasado y que, al cabo del tiempo, al volvernos a encontrar, mi cara les resulte familiar. Por unos segundos sentir que formo parte de todo esto. Que soy parte de esto. «¿Tú eras el de la sangre?«, preguntarán, «No, yo soy el que trabajaba con libros«, contestaré.

Instantes

La idea de que serían precisos millones y millones de años para describir la millonésima parte de un instante, nos turbaba, nos intimidaba, nos paralizaba.

Léon-Paul Fargue, “El peatón de París



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