Regreso a la Realidad

Este texto es parte de un diario de viaje que empieza aquí.

Lunes 25 de junio del 2018

Me he despertado a las siete y media, pero me he quedado tumbado una hora más. Por la ventana solo entra el sonido de las gaviotas y de los obreros que siguen trabajando en el tejado del edificio de enfrente. Hoy quiero volver a salir a correr y pasarme el día escribiendo. Puede que empiece a tocar un poco la guitarra.


Ha habido un problema en el trabajo que me ha obligado a regresar por unas horas a mi realidad. Por suerte consigo abstraerme y arrinconar el mal humor que me genera tener que estar siempre presente, estar aquí y allí a un mismo tiempo. No poder nunca alejarme del todo y no poder viajar sin una cadena en el tobillo.

Porque esto es un viaje. Aunque no haya movimiento me dirijo hacia algún lugar no físico, camino hacia un destino: perder el tiempo con un amigo; grabar unos vídeos; escribir unos relatos; terminar algunas canciones. Es un trayecto en el que se avanza poco a poco y en que se recorren paisajes interiores.


Salimos a correr. Ha sido más fácil que los otros días, se ha hecho más corto. Quizás el cuerpo ya se ha acostumbrado a ese movimiento. El mismo camino de punta a punta del paseo y del puerto. Hemos tomado un café en un sitio distinto, en la cafetería de una plaza dos calles más allá del paseo. Luego nos hemos bañado donde siempre. No queremos un cambio tan radical de las rutinas, nos podemos marear. Hemos pasado una rato tumbados en la arena. Al regresar a casa ya era la una. Cada uno nos hemos puesto a nuestras cosas.

He recuperado la canción “Guardo”. Nunca antes me había atrevido a recuperar esa letra. Ahora ya estoy en paz con los recuerdos y puedo mirarla de frente sin dolor. Reescribo los dos primeros versos, cambio las palabras que no me suenan bien. No veo clara la melodía del estribillo para esos versos que escribí, no recuerdo como encajaba o puede que nunca la haya terminado de encontrar. Lo dejo. Vuelvo a mi esquina del sofá a escribir un poco. Me gusta ese espacio de tiempo que dedico a estar conmigo mismo.


Aquí viene el texto original que luego transformé, con un cambio en el tiempo verbal, en el prólogo.

Despierto de la siesta en el sofá después de casi una hora. Los almohadones ya tienen la forma de mi cuerpo y aunque el espacio me queda corto, ya he encontrado la manera de encajar las piernas entre las maderas del reposabrazos.

Salimos a grabar algunos vídeos en la calle. Llevamos una silla de madera, la guitarra, el trípode, la cámara, el multipista portátil y un sombrero. Nos situamos en una calle estrecha que desemboca en el Paseo de la Marina. La bahía queda en el fondo y asoma un pedazo de la roca de Sa Palomera a la izquierda. Hay un contenedor verde de basura a un lado y una moto scoopy al otro. El micrófono captura el aire que corre entre los edificios bajos y hay un sonido constante del ventilador de la cocina de un restaurante cercano. Imposible grabar aquí.

Nos movemos a un callejón cerca de casa. La luz es complicada y Lucas sale muy oscuro. El contraste con las paredes blancas es muy fuerte. Nos harían falta unos focos, que no tenemos, para iluminar la escena. Todo lo que hacemos carece de medios. Decidimos regresar al piso y subir a la terraza. De fondo se ve el castillo de Sant Joan y los áticos de algunos edificios cercanos. El mar lo dejamos a un costado. Las gaviotas, como siempre, no paran de gritar. Suena como el llanto de un bebé. Logramos grabar un par de vídeos de prueba antes de que la batería se muera por el calor. Me he olvidado la batería de repuesto en Barcelona.

Bajamos al piso y abrimos un par de latas de cerveza. Enseño a Lucas la canción con la que he estado trabajando por la mañana. Me canta los versos. Suenan bien en su voz. Abrimos otra lata. Le pido que me ayude con el estribillo, que sigo sin encontrar. Él comienza a tararear una melodía nueva. Yo voy adaptando la letra a esa medida y poco a poco va cogiendo forma. Abrimos la tercera lata, o puede que ya sea la cuarta. Hace rato que hemos dejado de contar. Nos sentimos inspirados. Fuera ha empezado a oscurecer y entra una brisa rápida por el balcón que hace temblar las cortinas y corre hacia las habitaciones del fondo donde escapa por las ventanas abiertas. Los folios colgados en el pasillo se retuercen a su paso.

Nos ataca un momento de euforia. Metemos la batería a medio cargar en la cámara y comienzo a grabar mientras Lucas toca y canta sentado en el sofá. Un tema nuevo, uno viejo, una versión. En la última toma la guitarra suena desafinada, pero el error le da más vida a la canción. Que no se vean las chanclas ni el bañador, pide.

Sobre las once, después de montar la imagen y el sonido, salimos dando tumbos a la calle en busca de un shawarma. En el paseo frente a la playa apenas pasea nadie. Los lunes son una resaca del fin de semana. Sabemos que mañana, sin el efecto del alcohol, todo será distinto, pero ahora mismo las canciones y la noche nos parecen increíbles. Sabemos que todo va a salir bien, no hay otra forma, es imposible que pueda ir a peor.

Queremos que termine ya la depresión de los últimos días. «En mis peores épocas», dice Lucas, «hice mis mejores discos».

Volvemos a casa y nos vamos a dormir.



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