Restos de Stock

Era un domingo en la fecha cercana a la entrega de una práctica en la facultad. Yo estaba en el tercer curso de cinco. Nunca me había gustado la universidad, ni el mundo universitario, ni el edificio de la UPC, ni las aulas con colores según el bloque, ni el bar, ni los bancos de cemento, ni las clases infinitas, ni sentarme al lado de desconocidos con los que no podía hablar durante horas. Recuerdo aquellos días como el que recuerda la sala de espera de un hospital o una gasolinera en un desvío de la autovía de Teruel.

Ese domingo tenía reservado un terminal en la sala de ordenadores de los subterráneos del Campus Nord. Las aulas eran peceras de paredes de cristal y las mesas alargadas y paralelas, al estilo de las oficinas de «El Apartamento«, pero sin la belleza enguantada de Shirley MacLaine pulsando los botones del ascensor. Debían ser las 10 de la mañana y, además de un fuerte olor a tocino y queso, había un tipo con el pelo grasiento durmiendo sobre uno de los teclados. Me senté frente a mi pantalla, saqué mis apuntes, entré en mi sesión, abrí una coca-cola y me dispuse a encender el walkman cuando el tipo dormido levantó la cabeza y dijo: «¿Hace ruido el árbol que cae cuando no hay nadie para escucharlo?«. Y la volvió a agachar y siguió durmiendo.

Me voló la cabeza. Acababa de descubrir uno de los kōan del budismo zen y uno de los experimentos mentales filosóficos que se lleva debatiendo desde el 1700. Aquella mañana aún no sabía nada de John Locke ni de su teoría de la mente como un carrete fotográfico, ni conocía el concepto de la creación de la realidad individual de George Berkeley, ni mucho menos el punto medio de David Hume que sostenía que «la materia y la mente humana interactúan para crear lo que la gente llama realidad«. Yo, entonces, no sabía nada de todos ellos, ni de las tradiciones zen de un maestro proponiendo problemas par que el alumno trascienda al sentido de las palabras. Ya no pude terminar la práctica. No dejé de pensar ni un segundo en la pregunta. Concluí que la respuesta era que el ruido, si no lo escuchamos, no existe y que, seguramente, no existe ni el árbol.

Recuerdo aquella mañana y aquella pregunta que me obsesionó durante años (¿somos o no somos el centro de todo?), mientras decido cuándo volver a publicar y qué publicar. Mientras releo algunos de los textos que escribí y que guardo en una carpeta llamada «Restos de Stock«, donde se abandona todo lo que sobra, o no vale, o no llega al mínimo (siempre tiene que haber un mínimo), o no soy yo, o simplemente no quise que la musa (siempre hay una musa) lo leyera. Algunos de ellos ni los recordaba, y los miro con ojos nuevos, descontextualizados, alejados de aquél yo de antes de ahora, que lo descartó por alguna razón que ya no es la mía, porque yo ya soy otro yo, distinto, casi el mismo, pero un poco diferente, solo un poco, lo suficiente, y el nuevo yo, el de ahora, se pregunta si un texto que no lee nadie está realmente escrito. Mi versión de la facultad hubiera dicho que no existe, que seguramente no existe ni el papel donde está escrito si nadie lo toca con las manos. Y el de ahora, que es diferente pero casi el mismo, le da la razón, y cree que las palabras escritas, para ser reales, tienen que ser leídas.

Así que este texto, que ya estaba escrito, pero inacabado, guardado con los otros restos de stock, va a ser el primero de los textos que van a existir a partir de ahora porque, quedándome en el término medio de Hume, se van a crear en la medida en la que alguien lo lea, porque cada ser individual, mi antigua versión, la nueva, tú, creamos nuestra propia realidad.

Quizás el tipo aquel nunca existió o nunca despertó para lanzar esa pregunta y simplemente lo imaginé para tener hoy una excusa para publicar todo lo que sobraba, o no valía, o no llegaba al mínimo, o no era yo, o por fin maté a la musa y ya no importa que lo lea. Ahora si entrara en ese aula de mis veinte y tuviera que imaginar al del pelo grasiento, al levantar la cabeza le hubiera escuchado decir que «las ventanas me dan vértigo porque mi centro de gravedad queda a la intemperie.«. Y yo hubiera terminado mi práctica, él hubiera seguido durmiendo, y ahora no existiría este relato.



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