Hace algún tiempo escribí un relato en el que explicaba que había conocido la soledad a través de un hombre que lloraba porque echaba de menos a sus hijos. Fue mientras estaba ingresado en la UCI por una conmoción cerebral tras romperme la nariz, y aquél otro paciente llorara desconsoladamente. Cuando me pude levantar y acercar a su cama supe que el llanto era la pena de no ver a sus hijos, porque teníamos que estar aislados. Yo tenía 12 años, y aquella tristeza me sobrecogió y nunca pude olvidar esa sensación de soledad que se me metió dentro. La historia que conté en aquel texto terminaba ahí, con el descubrimiento del significado de la soledad y con ese recuerdo todavía presente infinitos años después. Pero hubo algo más que en el relato no conté.

Carlos observaba las luces de Albarracín, desde la otra orilla del Guadalaviar. Juan miraba las estrellas tumbado en un banco, mientras Silvana se peinaba a su lado. Lorena se miraba las manos, y yo la miraba a ella a través del objetivo de la cámara. En nuestras cabezas Suzzane Ciani y George Winston interpretaban la banda sonora. Era verano.