A Rodar

De pequeños a mi madre le daba miedo dejarnos jugar en la calle. No era un barrio especialmente peligroso el nuestro. No había tráfico de coches, solo a última hora cuando los padres regresaban del trabajo, ni circulaban autobuses ni habían delincuentes agazapados. Era un miedo protector que mi madre tenía interiorizado: pensaba que nos íbamos a morir si ella no nos tenía a la vista. A veces, en contadas ocasiones, hacía una excepción y nos permitía jugar enfrente de casa, en una espacie de plaza en un entrante del edificio donde se ensanchaba la acera y donde nos podía controlar desde el balcón.

Una tarde de domingo bajamos mi hermano Juanan y yo a la explanada a jugar a la peonza. Era un juguete de madera con la forma y el tamaño de una pera, con una punta redonda de hierro en la parte donde suele estar el rabo de la fruta. Se jugaba enrollando una cuerda alrededor de la pera empezando en la punta de hierro y lanzándola con fuerza contra el suelo para que rodara. Competíamos a ver quién conseguía que rodara más tiempo, o hacíamos malabares con la peonza en movimiento y la cuerda, tirándola hacia arriba y cayendo de nuevo de pie o compitiendo a ver quién echaba al otro fuera de un círculo.

La peonza se tuneaba como los niños personalizamos cualquier objeto que nos perteneciera para diferenciarnos del resto. Las nuestras estaban pintadas con rotuladores de colores y les habíamos clavado chinchetas para darle un estilo apocalíptico de coche de Mad Max. Amábamos nuestras peonzas como si fueran seres vivos; las mirábamos rodar con los mismos ojos enamorados del que ve a una novia danzar.

Aquella tarde con mi hermano jugábamos a tirarla hacia arriba con el objetivo de conseguir que cayera de pie y siguiera rodando. En uno de los intentos de Juanan su peonza golpeó en suelo de lado y la punta de hierro saltó del cuerpo. “No pasa nada, Juan”, le dije, “vamos al terrao y que el papa la arregle”.

Nuestro padre era paleta. Junto con mis tíos, todos albañiles emigrados a Barcelona desde una aldea en Lugo, fronteriza con Asturias, habían llegado a un acuerdo con un promotor para construir un bloque en el barrio de La Teixonera y poder acceder a la compra de uno de los pisos con un precio más ajustado. Eran mediados de los 70 y se podían hacer esos tratos. Mi padre se quedó, además, con la mitad del terrado del edificio. En ese terrado, el terrao, construyó una chabola con techo de uralita donde se montó un taller y donde guardaba las herramientas y todos los trastos que íbamos acumulando en casa. Allí se pasaba los domingos escuchando la radio, fumando puros y haciendo sus cosas de albañil. Aquella tarde de domingo subimos mi hermano y yo con la peonza despuntada para que nos la arreglara.

En casa nos habían enseñado que antes de comprar algo debíamos primero intentar fabricarlo nosotros mismos y que no se tiraba nada sin antes intentar arreglarlo. Mi madre nos zurcía los agujeros de la ropa y mi padre nos construía los escritorios, las camas y nos arreglaba cualquier juguete roto. Aunque estaba considerado por sus clientes como un buen paleta y nunca le faltó trabajo, su capacidad para hacer chapuzas fuera del ámbito de la albañilería no brillaba con el mismo acabado profesional. No había un YouTube donde mirar tutoriales, así que él resolvía todos los trabajos caseros con su lógica y mirando los modelos originales. ¿Necesitamos un escritorio?: Vamos una tienda de muebles; miro un rato como son; me hago un dibujo en mi libreta; y luego en el terrao lo clono. Siempre le quedaban acabados el estilo chino: las rodillas golpeaban en el cajón porque la altura no encajaba con la silla; soldaba las bicicletas partidas por la mitad y los pedales tocaban el suelo en las curvas; se rompía el monopatín y él hacía un nuevo con una madera de la obra, de las que se usan para encofrar, de 5 centímetros de grosor, 2 kilos de peso y sin posibilidad de giro.

Aquella tarde subimos a la chabola-taller-trastero, donde sonaba el Carrusel Deportivo, y le pedimos a mi padre que arreglara la peonza de Juanan. Mi padre bajó el volumen de la radio, dejó el puro en el cenicero, cogió la pera de madera, le dio un par de vueltas para observarla, la colocó en el torno con el hueco de la punta hacia arriba y lo apretó fuertemente para que no se moviera. Luego rebuscó en su capazo de herramientas y sacó una maceta. La maceta es un tipo de martillo con doble cara, que podía pesar 3 kilos tranquilamente y que se usaba principalmente para romper cosas. Una especie de mazo para usar con una sola mano.

Sujetó con la mano izquierda la punta de hierro introduciéndola el orificio de la peonza, cerró el ojo derecho para apuntar, levantó la maceta y la dejó caer sobre la punta para clavarlo de nuevo dentro de la pieza de madera. Se escuchó un sonido metálico y la peonza saltó del torno, cayendo al suelo partida en dos.

Mi hermano se quedó congelado. Mi padre, agachándose, todavía con la maceta en la mano, cogió las dos piezas de la peonza y la punta, se las puso en la mano a Juanan y le dijo:

—A rodar.

Dejó la maceta en el capazo, volvió a colocarse el puro en la boca y subió el volumen de la radio donde seguían relatando los partidos de la liga y cantando los goles.

Nuestro padre aquel día nos enseñó una cosa: hagas lo que hagas no importa si lo haces bien o lo haces mal. Lo importante es hacerlo con actitud y con estilo.



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