Aeropuertos y Galaxias

Este texto es el último capítulo de un diario de viaje que empieza aquí.


Aeropuertos

Llegaré a Londres muy tarde, por los retrasos en los aviones porque «un fallo en el sistema informático del centro de control aéreo de Swanwick, en el condado de Hampshire, ha provocado restricciones en los despegues y aterrizajes de los aviones«. Y mientras espero sin saber cuando voy a poder subir al avión miraré a las pantallas y a los paneles como la gente que mira a las pantallas y los paneles y luego nos miraremos unos a otros con cara de «cáspita, que contrariedad«, porque hay mucha camisa por dentro y chaquetón con el cuello levantado y esta gente habla así, «cáspita«, «recórcholis«, pero en su idioma.

Imaginaré, por aburrimiento, que hay una persona, un programador, un analista, un técnico, un alguien, que es el que ha tocado algo o ha dejado de tocar un botón para que esto suceda. Que este hecho que deja en ridículo a una superpotencia tiene el nombre y apellidos de alguien. Que sí, que será despedido, que sí, que igual hasta lo denuncian y tiene que pagar una multa, pero podrá alardear de que a pesar de hacernos quitar a todos los zapatos, cinturones, chaquetas, tirarnos los champús, las botellitas de agua, de sacar cada aparato electrónico de la bolsa, vaciar los bolsillos, aceptar poner los brazos en cruz y que un completo desconocido nos meta los dedos por la cintura del pantalón, y luego tener que volver a guardarlo todo dentro de la mochila, y que con tanto movimiento salten unos calzoncillos sucios, y se tenga que sonreír a la madre que está al lado, y parezca que no le haga gracia –recórcholis– y luego volver a meter las monedas en los bolsillos, y a vestir la chaqueta uno, y luego la chaqueta dos, y encajar los zapatos atados y el cinturón que se queda girado… esa persona podrá alardear que ha jodido al sistema, que todas sus medidas se seguridad no han servido para nada porque «me olvidé usar la función ‘trim’, esa de que elimina los espacios al principio y al final de un conjunto de caracteres, y paré todos los vuelos del Reino Unido. Sí, me despidieron y sí, me denunciaron. Pero fui yo. Y lo mejor de todo: lo hice sin querer porque me distraje con el Candy Crush«. Hay cagadas que son muy cool.

Bistró

Cuando llegue el día del pavo y no pueda estar merodeando por la casa porque se estará cocinando y realizando todos los preparativos para buscar la «simetría de los objetos encima de la mesa«, tendré que dar un paseo por el barrio de ladrillo rojo y me sentaré en una cafetería bistró donde sin ningún tipo de duda me enamoraré de la camarera, como me enamoro de todas las camareras de cafeterías bistró con delantal y ropa negra y el pelo recogido con un lápiz, y con esa mirada de «mi importas tanto como me importa saber si el giro del agua en el desagüe cambia según la parte del hemisferio en la que estemos, y aunque te quedes aquí sentado con esa cara de idiota por dos horas, al volver a encontrarme contigo dentro de quince minutos no me acordaré de haberte visto jamás, JAMÁS, y si nos hubieran presentado diez veces antes, seguiría sin poder recordar tu nombre y sin recordar que nos habían presentado en nueve ocasiones anteriores, pero sonreiré porque es lo que sé hacer mejor, y tú volverás a enamorarte de mi solo porque soy una camarera de una cafetería bistró, y no me importará nada, NADA, que sepas que el hemisferio donde se encuentre el desagüe no determina unívocamente el sentido en el cual girará el agua, y que dependerá de muchos factores más, como la fuerza con la que cae el líquido o el ángulo, así como la forma de la pila y la rugosidad«. Y yo seguiré estando completamente enamorado hasta que otra camarera me trate con el mismo desprecio.

Sofá

Luego comeremos entrantes y pavo y patatas y chocolate y beberemos mucho vino y gintonics y tiraremos algunas copas y bailaremos tras desmontar media mesa y llegarán las vecinas y seguiremos bebiendo y alguien se quemará el pelo con las velas y olerá a pelo quemado y Rocío pedirá una y otra vez una canción de Ecos del Rocío que nadie logrará encontrar y tampoco nadie querrá escuchar y acabaré poniendo Camarón y una de las vecinas dirá que le encanta la salsa y Pablo dirá que la salsa no es española pero bueno que baile y al final cuando todos ya se hayan ido y William haya puesto la última canción que debe sonar en cada fiesta Pablo me ayudará a meter de nuevo el sofá en el salón pegajoso y me taparé con el nórdico y me pondré a dormir con el olor a pavo y a gintonic.

Galaxias

Me levantaré y agradeceré llevar ibuprofeno conmigo y me dará lástima pensar que lo que hay ahí liado requiere de por lo menos dos días de trabajo y me gustará saber que somos como planetas de una galaxia en equilibrio en el que cada uno con su masa y su gravedad mantiene justo la fuerza necesaria para que todo gire y se sostenga, y que hay meteoritos que atraviesan estas galaxias y que duermen en un sofá y pensaré que los meteoritos también fueron planetas en sus propias galaxias que un día salieron a dar una vuelta por el espacio.

Victoria

Y saldré a la calle, tomaré un bus, y pasearé un rato por delante del Buckingham Palace, que no había vuelto a ver desde aquel viaje de hacía 9 años, sonreiré al recordarnos sentados en las escaleras del monumento de la reina Victoria, y entraré en Victoria Station, tomaré el tren al aeropuerto y entonces el viaje habrá terminado.

Fin

Sí, el viaje ha terminado.

Bonus Track: El reloj de Oro

SE ILUMINA LA PANTALLA:
Aparece: «Speed Racer».
Speed ofrece una detallada descripción de todas las características de su coche de carreras, el «Mac-5», lo que hace al principio de cada episodio. Desde fuera de la pantalla escuchamos una voz de mujer…

VOZ DE MUJER (voz) : Butch.

La escena se funde en:

PERSPECTIVA DE BUTCH: Nos encontramos en la sala de estar de una modesta casa de dos dormitorios, en Alhambra, California, en el año 1972. La MADRE DE BUTCH, una mujer de unos 35 años, está de pie en la puerta que conduce a la sala de estar. Junto a ella hay un hombre vestido con el uniforme de oficial de las Fuerzas Aéreas de Estados Unidos. La cámara es la perspectiva de un niño de cinco años.

MADRE: Butch, deja de mirar la tele un momento. Tenemos una visita muy especial. ¿Recuerdas que te dije que tu padre había muerto en un campo de prisioneros de guerra?

BUTCH (voz) : Ajá.

MADRE: Bueno, pues este es el capitán Koons, que estuvo en el campo de prisioneros de guerra con papá.

El capitán Koons entra en la habitación, se acerca al niño y se agacha, con una rodilla en tierra para ponerse a la altura de su mirada. Al hablar, lo hace con un ligero acento de Texas.

CAPITÁN KOONS: Hola, hombrecito. Muchacho, he oído hablar mucho de ti. Fui un buen amigo de tu padre. Estuvimos los dos en aquel pozo infernal de Hanoi durante más de cinco años. Espero que nunca tengas que experimentar algo así por ti mismo, pero cuando dos hombres se encuentran en una situación como la que vivimos tu padre y yo, y durante todo el tiempo que la vivimos, uno se hace cargo de ciertas responsabilidades para con el otro. Si hubiera sido yo el que no lograra salir de allí con vida, el mayor Coolidge estaría hablando ahora mismo con mi hijo Jim. Pero tal como salieron las cosas, soy yo el que está hablando contigo, Butch. Tengo algo para ti.

El capitán se saca un reloj de pulsera del bolsillo. Es de oro.

CAPITÁN KOONS: Este reloj que tengo aquí fue comprado por tu bisabuelo. Lo compró durante la Primera Guerra Mundial en una pequeña tienda de Knoxville, Tennessee. Fue llevado por el soldado Doughboy Erine Coolidge el día en que zarpó para París. Fue el reloj de guerra de tu bisabuelo, hecho por la primera empresa que fabricó relojes de pulsera. Porque, hasta entonces, la gente sólo llevaba relojes de bolsillo. Tu bisabuelo llevó ese reloj durante cada uno de los días que estuvo en la guerra. Luego, una vez que hubo cumplido con su deber, regresó a casa junto a tu bisabuela, se quitó el reloj de la muñeca y lo guardó en una vieja lata de café. Y en esa lata permaneció guardado hasta que tu abuelo, Dañe Coolidge, fue llamado por su país para servir en ultramar y luchar de nuevo contra los alemanes. En esa ocasión la llamaron la Segunda Guerra Mundial. Tu bisabuelo le entregó el reloj a tu abuelo para que le trajera buena suerte. Desgraciadamente, la suerte de Dañe no fue tan buena como la del viejo. Tu abuelo era marine y resultó muerto junto con otros muchos marines en la batalla de la isla Wake. Tu abuelo se enfrentaba a la muerte y lo sabía. Ninguno de aquellos muchachos se hacía ilusiones sobre la posibilidad de salir con vida de aquella isla. Así que, tres días antes de que los japoneses ocuparan la isla, tu abuelo, que entonces tenía veintidós años de edad, le pidió a un artillero de un transporte de la Fuerza Aérea, llamado Winocki, un hombre al que jamás había visto en su vida, que le entregara el reloj de oro a su pequeño hijo, el de tu abuelo, al que tampoco había podido llegar a conocer. Tres días más tarde, tu abuelo había muerto. Pero Winocki mantuvo su palabra. Una vez terminada la guerra, visitó a tu abuela y le entregó el reloj de oro a tu padre, que por entonces aún era un niño. Este mismo reloj de oro. Tu padre llevaba este reloj de oro en la muñeca cuando su avión fue derribado sobre Hanoi. Fue capturado y encerrado en un campo de concentración vietnamita. Sabía que si sus carceleros le descubrían el reloj, se lo confiscarían. Según veía las cosas tu padre, ese reloj era tu propio derecho de nacimiento. Y estaba dispuesto a que lo condenaran antes de que cualquier ojos rasgados fuera a poner sus manos amarillas sobre el derecho de nacimiento de su hijo. Así pues, lo ocultó en el único lugar donde sabía que podía esconder algo. En el trasero. Durante cinco largos años llevó este reloj escondido en el trasero. Luego, cuando ya estaba a punto de morir de disentería, me entregó el reloj. Yo también oculté este incómodo montón de metal en mi trasero durante otros dos años. Luego, al cabo de siete años de prisión, fui enviado de regreso a casa con mi familia. Y ahora, hombrecito, te entrego a ti el reloj.

El capitán Koons le entrega el reloj a Butch. Una pequeña mano aparece en la pantalla y lo acepta.

[Extraído de «Pulp Fiction: Tres Historias Sobre Una Misma Historia», Quentin Tarantino, Traducción de José Manuel Pomares, Mondadori, 1995]


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