Diario de la Cuarentena #10: Elvis está vivo

He bajado a tirar la basura y he mirado si había alguna carta. Como siempre, no había nada. Ni publicidad ni facturas. En el buzón solo está escrito mi piso y mi puerta, pero no indica mi nombre.

La última vez que anoté mis datos en un buzón fue el piso compartido de Casanova 72. Nos hacía ilusión ver nuestros nombres escritos en un papel y pegados con un celo. Marcar aquel lugar como propio, nuestro hogar. Habíamos sorteado el orden de aparición en la lista, el azar había decido quién iba a ser el cabeza de familia. Nos habíamos criado viendo el nombre de nuestro padre el primero de la lista. Cuando alguien dejaba el piso, el que entraba nuevo pasaba a ocupar el último lugar y el resto ascendíamos posiciones. Hubo un momento en el que me quedé el primero, y de ahí no me moví, mientras los amigos iban yendo y viniendo y el resto de los nombres no paraban de cambiar.

Cuando dejé Casanova 72, nunca más volví a escribir mi nombre en ningún buzón. Dejé aquella casa para ser alguien nuevo y me gusta sentirme anónimo en la gran ciudad. Siento que después de Casanova 72, por mucho tiempo que pase, los lugares son temporales. Una grandísima pausa entre el pasado y el futuro que tiene que venir.

Además ya nadie me escribe cartas.


Unas Navidades, el grupo de amigos de toda la vida, decidimos que nos íbamos a enviar postales de navidad pero hechas a mano. Nada de email ni nada de comprarlas en un bazar chino: había que hacerlas a mano, escribir una nota, ensobrarlas, pegarles un sello y enviarlas por correo postal. Yo me encargué de anotar todas las direcciones de los que iban a participar para luego compartir el documento. Al escribir mi dirección no puse mi nombre, sino “Elvis Presley”.

Cuando empecé a vivir en este piso en el que vivo ahora, en el que no está escrito mi nombre en el buzón, tuve una idea: me iba a enviar postales a mí mismo desde los lugares a los que viajara. Un monólogo interior del estilo “Hola, ¿cómo estoy? Me acuerdo de mí mientras paseo por estas calles que sé que tantas ganas teníamos de recorrer juntos. Teníamos razón: generan poesía. Firmado: Alejandro López. Dirección: Alejandro López”. Me imaginé al cartero o al funcionario de correos que reparte los sacos, leyendo la nota sin entender nada y entrando en un bloqueo mental de funcionario frente a un problema que requiere de cierta salida de la rutina y no encaja con lo habitual.

La idea dependía de la curiosidad del repartidor o del oficinista y, la verdad, era poco probable que un cartero se molestara en leer una nota que requiere, a final de cuentas, de un esfuerzo innecesario por el que nadie le va a pagar un bonus. Demasiado trabajo para un mundo dominado por la ley del mínimo esfuerzo. Tenía que buscar algo más llamativo. Entonces se me ocurrió que en lugar de usar mi nombre, podría usar el nombre de artistas míticos y muertos. Tenían que leer, por lo menos, el nombre del destinatario y de ahí no podían escapar.

Si la leyenda dice que Elvis Presley, Kurt Kobain, Michael Jackson y Janis Joplin fingieron su muerte y viven en una isla que no aparece en los mapas o se ocultan en un pueblo de Castilla la Mancha, ¿porqué no van a vivir en un piso viejo del Born?. “Hola Kurt/Micheal/Janis, ¿cómo estás? Me acuerdo de ti mientras paseo por estas calles que tanto me recomendaste recorrer. Tenías razón: son hermosas. Firmado: Alex. Dirección: Kurt Kobain o Michael Jackson o Janis Joplin”. Ese iba a ser el contenido de mi postal, cada vez dirigido a un personaje mítico, y muerto, diferente. Me imaginé al cartero esperando cada mañana en mi portal a ver si salía Elvis o Kobain. Me imaginé las conversaciones en la oficina, “Juan, que ha llegado otra para Amy Winehouse”. Me pareció una idea genial a la que le falto lo más importante: enviar las postales. Estando de viaje mi cabeza se llenaba de otras ideas y se me olvidaba totalmente el proyecto de enloquecer al servicio público postal.

Hasta que llegó la propuesta de felicitarnos la Navidad los unos a los otros utilizando cartas. Al escribir mi dirección, les pedí a todos que en lugar de dirigírmela a mí, se las enviaran a Elvis Presley, que casualmente seguía vivo y compartíamos piso.

Antes de Nochebuena empezaron a avisar los primeros que les habían llegado algunas postales. Se comentaba la ilusión que hacía llegar a casa y encontrarse una postal en el buzón. A mi casa todavía no había llegado ninguna.

Fin de año y seguían llegando las de los remolones, pero a mi no me llegaba nada. Pasó el día de Reyes y todos habían recibido sus postales menos yo. Miré las postales recibidas de mi hermano Juanan, con fotos de las familias disfrazadas, pintadas de manos de bebé, notas escritas por niños que estaban aprendiendo letra ligada. Dibujitos, purpurina, estrellitas, gorros de Navidad y deseos de felicidad para el año nuevo. Y en mi buzón sin nombre, nada.

Hasta que un día de finales de febrero llegué a casa y vi que el buzón estaba lleno de cartas. Eran las postales de Navidad.

Al sacarlas comprobé que junto a todos los sobres había una postal que no era de Navidad. Era una foto de Estambul. Al darle la vuelta descubrí que había sido enviada por mi amiga Franzis desde Turquía y dirigida a nombre de Elvis Presley. El resto de las cartas también estaban dirigidas al mismo cantante desaparecido, pero había una pequeña, pequeñísima, diferencia: en su postal estaba escrito el número del portal junto al nombre de la calle, pero en el resto, las de Navidad no. Al escribir mi dirección en el documento que había compartido con todos se me había olvidado poner el número de la calle. Y nadie se había dado cuenta porque ya nadie escribía cartas.

Me hizo muchísima ilusión ver las fotos de los amigos disfrazados de papanoeles, las manos dibujadas de los bebés y los deseos de unas felices fiestas que habían terminado hacía un par de meses. Me hizo, quizás, más ilusión recibirlas así, de golpe y fuera de contexto, que si las hubiera recibido cuando tocaba. Pero sobre todo me hacía muchísima ilusión, más que cualquier otra cosa, imaginar el relato.

Los funcionarios de Correos en sus oficinas del edificio de Via Laietana recibiendo las cartas a nombre de Elvis Presley, que vivía en una calle del barrio pero sin indicar el bloque. Una calle donde solo hay 9 edificios, de los cuales solo 4 son de viviendas. Imagino al repartidor revisando todos los buzones buscando el nombre de Elvis, y descubriendo que no está en ninguno, porque en el mío no pone nada, y en el resto seguramente tampoco está Elvis. Los imagino a la hora del cortado antes de entrar a trabajar, o en la pausa del bocadillo, o en la pausa de las 12, o en la pausa de antes de comer, o en la pausa de la comida, o en la pausa del café después de la comida, o en la pausa de la pausa de la pausa de ir al baño, me los imagino en cualquier pausa comentando que ha llegado otra carta a nombre de Elvis Presley, que confirma que sigue vivo pero no en una isla o en un pueblo de Castilla la Mancha, sino en esa calle enana llena de hoteles y edificios oficiales medio abandonados. Me los imagino haciendo tiempo en mi calle a ver si ven al anciano Elvis salir en zapatillas a tirar la basura en los contenedores de Pla de Palau. Me imagino los gritos de sorpresa y al funcionario corriendo por los pasillos y subiendo las escaleras de caracol de los sótanos iluminados con fluorescentes hasta el muelle de reparto y llamando a gritos al cartero de mi calle “¡Lo he encontrado! ¡Lo he encontrado! ¡Ya sé donde vive Elvis! ¡¡¡¡Elvis está vivo!!!!”. Imagino a media oficina saliendo a ver qué son esos gritos, los puedo oír compartiendo la noticia de “Elvis está vivo, y vive en el número 6”, alguien lavándose la manos al salir del baño que pregunta “¿qué pasa?”, y otro corriendo respondiendo, “Es Elvis, está en el número 6”. Puedo ver claramente como alguien va corriendo al despacho del jefe a abrir el archivo donde tienen todas las postales de Navidad protegidas con un plástico para evitar la humedad del puerto, y como van asomando las cabezas por encima de sus cubículos el resto de los compañeros y los veo juntarse uno detrás de otro, en fila, para crear una comitiva que entregue el paquete con todas las cartas al repartidor. Puedo ver como alguno, dejando de lado sus obligaciones como funcionario del estado a sueldo de nuestros impuestos, se calza la chaqueta y dice “Juan, te acompaño”, y María, colgando el teléfono y ajustándose las gafas, “voy con vosotros”, y así uno a uno el resto de los oficinistas, dejando sus estampadores y grapadoras, colocándose los abrigos para acompañar a Juan a mi edificio, el número 6. Los puedo ver pidiéndose silencio unos a otros, los 200 funcionarios llenando la calle como una procesión, mientras Juan pulsa el botón de cualquier piso de mi bloque para responder a la pregunta de «quién es» con un “correo postal”. Los imagino colapsando la puerta de metal de entrada para acercarse a los buzones e introducir uno a uno los sobres, despacito y con mucho cuidado, como si fueran hojas de Tosa Tengujo, y María gritando desde atrás, todavía sin haber podido entrar en la portería “¡déjame meter una, déjame meter una!”. Los puedo ver salir a todos de nuevo y dirigirse de vuelta hacia el edificio de Correos en Via Laietana, pero parando, antes de regresar a sus obligaciones, en una cafetería porque ha sonado la alarma del descanso del bocadillo, o del café o del descanso del descanso, cuando estaban entregando las cartas, y nadie les va a pagar un bonus por el trabajo extra, y las pausas son sagradas. Además se merecen un descanso después del trabajo bien hecho.


Tuve colgadas las postales todo el año y solo las quité cuando llegaron las nuevas. Y así hago año tras año en las que seguimos felicitándonos las navidades por carta. Algunas vienen con mi nombre completo, otras siguen llegando a nombre de Elvis. Ya no se pierde ninguna porque todos los carteros de Barcelona saben que Elvis sigue vivo y comparte piso con Alejandro López, y no hace falta que escriba mi nombre en el buzón porque ya saben todos donde vivo.



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