Diario de la Cuarentena #9: Los bailarines de Ghana y el tipo de la fuente

Los únicos vídeos que me llegan por Whatsapp y que sigo viendo son los de los negros bailando con ataúdes. El resto: los de las recetas de pan y pasteles; los de ejercicios para entrenar dentro de casa mientras dure la cuarentena; los de discursos recargados de miel y positivismo de desconocidos que me quieren explicar que todo esto es buenísimo para la tierra y para el alma; todos esos vídeos, todos, los lanzo directamente a la basura. Lo único que me generan son ganas de matar al que da saltitos en su comedor rodeado de colchonetas, pesas y pelotitas. Matar al tipo o a la tipa sonrientes con cara de psicópatas que intentan convencerse a ellos mismos de que todo esto es genial mientras miran de reojo a la ventana luchando contra las ganas saltar y terminar de una vez con su miseria. Y, lo peor de todo, quiero matar al que los reenvía.

Sin embargo, le doy al play al vídeo de los africanos con ataúdes, suena esa música en tensión que anuncia un desastre inminente y ya empiezo a sonreír. Crece el ritmo de la música; aparecen destellos fugaces de tipos serios que se van vistiendo elegantemente; las imágenes de un ser humano, el auténtico protagonista, haciendo piruetas; uno de los elegantes que se anuda la corbata; el protagonista sigue haciendo el idiota ajeno a su destino; desfilan en linea los señores trajeados, o miran a la cámara muy serios, y va subiendo la tensión de la música; ya sabemos que va a acabar mal, pero queremos saber cómo de mal; el ser vivo protagonista, ajeno a lo que le está por pasar, se la sigue jugando más y más y más hasta que ¡PUM! estalla el chumba-chumba y llega el hostiazo. Justo en ese instante aparecen los africanos con sus trajes negros, pañuelo blanco en el bolsillo, sombreros y gafas de sol, bailando mientras sostienen y trasladan un ataúd por las calles de algún poblado de Ghana.

Nos quedamos sin saber qué le pasa al protagonista del vídeo después de la hostia, porque ya no importa, queremos ver a los chicos y sus coreografía con un ataúd a cuestas. Ya tenemos la trama, el nudo y el desenlace. Un final abierto que nos obliga a repetir el visionado una y otra vez.

Esos son los vídeos que quiero ver. Mucho mejor que aprender como se saluda al sol en la postura del perro o creerme que el mundo va a cambiar a mejor porque un concainómano sonriente me lo diga mirando fijamente a la cámara del teléfono.

Desde el primer día que empezaron a llegar estos vídeos de accidentes derivados de la lógica estupidez humana, siempre hay alguien del grupo que amigos que dice: “que lástima no tener el vídeo del tipo de la fuente del pueblo”.


En los pueblos de la Sierra de Albarracín cada verano se celebraban las fiestas patronales. Esas fiestas fueron nuestros primeros bailes, nuestras primeras borracheras, nuestros primeros ligues, nuestros primeros besos, nuestro primer amor. Para los padres, acostumbrados al temor de la gran ciudad, a la amenaza constante de un depredador que pudiera caer sobre nosotros desde el escondite de la gente sin nombre, sin currículum, sin origen y sin destino, se relajaban en el pueblo. La Sierra entera se convertía en el lugar más seguro del mundo. Una extensión de nuestra casa, donde todo el mundo conocía a todo el mundo, donde alguien siempre era el primo de alguien, donde no habían secretos y todo se sabía antes de que hubiera ocurrido. Todo lo que sucediera más allá de la Sierra no existía. En verano lo único importante era estar allí y, siendo adolescentes, el clímax del verano llegaba con las fiestas del pueblo.

Todos los que tuvimos un pueblo de niños le debemos lo que somos. Estamos en deuda con él, como se está en deuda con el profesor que provocó la vocación o con el tío que te enseñó a amar la música. Todos mis caminos empiezan en la plaza del pueblo y terminan en donde sea que me encuentre ahora. Por eso, a los veintipocos años, todavía en la universidad, Carlos, Javi “Ollas” y yo decidimos que había llegado el momento de devolverle al pueblo algo de lo mucho que nos había dado: íbamos a organizar las fiestas de nuevo, ya que hacía años que no se celebraban. Nos convertimos en “La Comisión de Fiestas”.

Durante todo el año nos juntamos los miércoles en un bar del barrio, al que llamábamos el “Peach Pit”. Bebiendo cerveza y usando las cabinas de teléfono, nos encargamos de coordinar a los de Valencia, a los de Teruel, a los de Alcañiz y a los Barcelona con el objetivo de organizar las mejores fiestas que se hubieran realizado jamás en el pueblo y en toda la Sierra. Teníamos una meta clara: superar las fiestas de Frías.

Las fiestas de Frías eran las mejores fiestas del verano. Las mejores orquestas, el mejor encierro, las mejores fechas, en mitad del agosto. Estaba todo el mundo, no faltaba nadie. Traían para los padres a los mejores solistas del momento: Manolo Escobar, Lola Flores, Rocío Jurado. Misas baturras, jotas, comidas populares, vaquillas. Y los veraneantes. Estábamos todos, de toda España. Todos engominados, todos con ropa nueva, con la cara roja del sol traicionero de la montaña. Cada pueblo tenía su espacio en la plaza. Como mafiosos en un restaurante. Cuando llegaba la comitiva de un pueblo, que siempre llegaba en manada, el resto conocedor de la división territorial, se retiraban a su propio espacio, con respeto, con un saludo. Todos eran primos de todos. Antes de la plaza, y mientras sonaban los pasodobles, la fiesta estaba en las afueras, en el aparcamiento, en el maletero y en el botellón. Los valencianos sacaban los altavoces del coche y se mezclaba el bakalao con el sonido lejano de la orquesta mientras nos servíamos litros y litros de vodka con naranja o whisky con cola. Martini con limón y licor 43 con zumo de piña para las chicas. Éramos demasiado jóvenes para entender de ron, y la ginebra se utilizaba para limpiar las mesas y la barra del bar. Frías era el espejo en el que mirarse.

Teníamos que superar esas fiestas, las nuestras tenían que ser míticas. Que alguien, diez, veinte, treinta años después, aún las recordara. Que formaran parte de la historia personal de cada uno de nosotros, como el que recuerda el paso del Cometa Halley o la caída de las Torres Gemelas. Tenían que ser inolvidables. Un relato perenne en las sobremesas después de la barbacoa en el merendero. Teníamos que superar a Frías, era la única forma de ser leyenda. En una de esas reuniones en el Peach Pit, Carlos, el “Ollas” y yo, dándole vueltas al asunto, tuvimos una epifanía: la clave estaba en el alcohol.

Habíamos logrado que todos los mayores de 18 años se unieran para organizar los eventos. Habíamos logrado que los veraneantes estuvieran dispuestos a pagar una cuota a cambio de una comida popular, un campeonato de guiñote y de morra, y que las orquestas tocaran, además de los pasodobles clásicos, pop, rock y punk. Teníamos juegos infantiles y campeonato de pasteles. Habíamos negociado con el alcalde una ayuda del ayuntamiento. A cambio de que lleváramos jotas y misa baturra, tradiciones patronales, nos daba una subvención equivalente a la mitad del coste de las orquestas. Ahora solo necesitamos diseñar una estrategia que nos permitiera pagar el resto. Ser míticos cuesta dinero.

No sabíamos qué hacer para que la gente de toda la Sierra quisiera venir a nuestro pueblo. No teníamos fama, ni trayectoria, ni pasado que recordar. Pero teníamos claro que la clave estaba en el alcohol. Fuimos un fin de semana a Teruel a negociar con la empresa de las bebidas. Si comprábamos mucha cantidad, nos haría un descuento grande y nos prestaría toda la infraestructura para montar las barras. Cerramos el trato. La única forma que teníamos de que la gente viniera en masa a nuestro pueblo era vendiendo las copas a precio de saldo. Vender mucho con poco margen. Tuvimos otra idea más: no solo íbamos a montar las barras en la plaza donde estaba el escenario, íbamos a montar un Pub en las afueras del pueblo.

El ayuntamiento nos cedió las antiguas escuelas que hacía años que no tenían uso. Era una edificio de dos plantas con un parque infantil separado del casco urbano por la carretera de entrada y salida del pueblo. Por detrás quedaban los prados, los pajares y la oscuridad. Lo suficientemente lejos para estar fuera de la vista de los abuelos y padres, y necesariamente cerca para que cualquiera pudiera encontrarlo. En la planta baja montamos una barra y llenamos las paredes de pintadas anarquistas y punk. La planta superior la convertimos en almacén de los miles de litros de alcohol que teníamos en depósito. Una semana antes de la fecha señalada lo abrimos para los del pueblo. Le llamamos “Pub La Escuela”.

Hicimos correr la voz por toda la Sierra de que en nuestro pueblo había un pub con cubatas a 250 pts (1,5 €) y cerveza a 100 pts (0,60 €). Se iba a inaugurar el jueves, un día antes de que empezaran las fiestas oficiales. No teníamos el dinero suficiente ni para pagar las orquestas, pero en esa semana previa nos acabamos un barril de 50 litros de vino entre los de Valencia, Teruel, Alcañiz y Barcelona que nos juntábamos cada noche para completar todos los detalles, como pago por el trabajo que estábamos realizado. Ni se nos pasaba por la cabeza que aquello pudiera salir mal.

El jueves estábamos todos tensos. Vimos anochecer mirando hacia la carretera, viendo los coches pasar y deseando que pararan. No habíamos programado ninguna actividad más en el pueblo, solo la inauguración del “Pub La Escuela”. Música tronando en un equipo de alta fidelidad comprado en una tienda de electrodomésticos, con un playlist en cassettes de 90 minutos. Y cubatas a 1,5 €. Nada de garrafón, solo primeras marcas: JB, Smirnoff, Bacardi. ¿Qué más se podía pedir? Pasaban las horas y nosotros, todos, mirando al infinito, viendo aparecer las estrellas y perdidos en la Vía Láctea.

En toda la noche vinieron cuatro pastores de Terriente, a 12 kilómetros de nuestro pueblo, y algunas familias de valencianos en chándal acampados en el Camping Algarbe, a un par de kilómetros, que habían venido andando para dar un paseo. Al echar la llave del cierre, sobre las 2 de la madrugada, Carlos, el “Ollas” y yo, nos empezamos a preocupar. Quizás no habíamos calculado bien todos los riesgos.

Al día siguiente comenzaron los campeonatos de guiñote, morra y frontón. Las actividades infantiles y la chocolatada. La orquesta estaba programada a medianoche. Durante todo el día vimos llegar a los que faltaban por llegar: los vecinos, familiares y amigos. Pero nadie de fuera. Nos mirábamos los tres con un puntito más de terror a cada hora. Teníamos veintipocos y seguíamos siendo universitarios, pensábamos, la culpa era de los que nos habían dejado al cargo de la Comisión de Fiestas cuando aún casi no teníamos pelos en la barba. Los tres, Carlos, el “Ollas” y yo, a las 9 de la noche, después de los pasteles y antes de la cena, decidimos ir a dormir una siesta. Nos esperaba una noche larga y no teníamos energía para enfrentarnos a lo que venía. Necesitábamos que se nos pasara la depresión.

En el pueblo siempre había un orden de recogida según donde se vivía. Mi casa estaba en la parte más alta, al lado de la iglesia, así que yo era el primero en salir. Pasaba por la iglesia y el cementerio viejo, y llegaba a la casa del “Ollas”. Después, ya juntos, picábamos al timbre de Carlos que era el que vivía más cerca de la plaza. Los tres juntos nos preparamos para lo que pudiéramos encontrar en la plaza, donde ya sonaban los pasodobles. Hacía un rato que había pasado la medianoche.

Al girar la esquina y divisar el escenario descubrimos la desolación: los abuelos de siempre bailando agarrados con sus señoras y los niños dando saltos enfrente de la orquesta vestida de lentejuelas. Nos fuimos acercando a la fuente, que era el kilómetro cero de todos los posibles destinos, y empezamos a ver a gente caminando hacia las afueras del pueblo. Mi hermano Juanan, que estaba en su turno de la barra, venía corriendo desde la escuela gritando “corred, necesitamos más cambio y hay que cambiar los barriles”. Nos dirigimos rápidamente hacia la salida de la plaza para encontrar la carretera inundada de coches y una masa gigante de gente rodeando la escuela y los alrededores. Toda la Sierra estaba allí, con un vaso de litro en la mano, bailando al ritmo de la distorsión de los altavoces y jugando a la morra a gritos. Pastores, adolescentes, adultos, primos y hermanos. Todos estaban en el camino a los pajares, en el parque infantil, en las escaleras que subían a nuestro almacén, apoyados en los coches con los maleteros abiertos escuchando bakalao. Tuvimos que reforzar los turnos en la barra porque no dábamos abasto para servir todas las copas. Cada poco rato teníamos que ir uno de los tres a esconder el dinero en el garaje de mi casa, que era la que quedaba más alejada.

Los pasodobles terminaron, la orquesta se cambió de vestuario y se vistieron con ropa de cuero, las cantantes se soltaron el pelo y empezó el rock. A las cinco de la mañana la plaza parecía una piscina en la que hubieran saltado los gremlins. La gente bailaba pogo, saltaban unos encima de otros, las camisas chorreaban sudor, camisetas rotas, vasos de plástico volando por los aires. Un movimiento constante de ir y venir de personas hacia la oscuridad de los callejones, parejas recolocándose la ropa apareciendo desde los lavaderos. Entonces fue cuando vimos a uno de Tramacastilla subirse a la fuente.

La fuente del pueblo está en medio de la plaza. Es redonda con un estanque principal con dos caños de agua que la alimentan. Tiene tres pisos más de superficies circulares como platos que van reduciendo el radio a cada nivel de altura, hasta terminar con un pilar de un escaso medio metro del que también sale agua. Debe de tener unos cinco metros de altura. A un lado queda el ayuntamiento y el teleclub. Enfrente del ayuntamiento está la calle que lleva a casa de Carlos, a un costado la salida del pueblo, camino del Pub, y al otro el escenario con la orquesta.

El de Tramacastilla se había subido al último piso, con una cerveza en una mano y con un porro en la otra. Bailaba moviendo los brazos en alto mientras los de abajo le ovacionaban. La orquesta al verlo, comenzaron a tocar la canción del striptease de “9 semanas y media”, “You can leave your hat on” de Joe Cocker. El tipo se acabó la birra de un trago, dio una calada al porro, tiró el vaso vacío y la colilla y se quitó la camiseta con un movimiento sexy, tan sexy como puede ser un borracho-drogrado a las cinco de la mañana encima de una fuente. La gente enardecida aplaudía y bailaba. Se desabrochó el cinturón y dejó caer los pantalones hasta los tobillos. Más ovaciones. Se agarró los calzoncillos y simuló bajarlos, pero se detuvo, sonrió y movió la cabeza con un gesto de “no”.

Fue en el momento en el que se agachó a subirse los pantalones cuando con el culo golpeó el pilar del chorro superior. Todavía doblado y con las dos manos enganchadas a la ropa vimos como se tambaleaba y caía de cabeza sobre la muchedumbre que rápidamente hacía un hueco. Un silencio tomó la plaza. La orquesta paró. La cantante desde el micrófono preguntó “¿Estás bien?”. El “Ollas” corrió hacia el escenario y le dijo “no ha pasado nada, ¡que siga la música!”. El batería tocó un redoble, los millones de gremlins levantaron las manos con los cubatas y llenaron el espacio que había quedado vacío como una inundación. El rock y los gritos y los saltos y el pogo volvieron a llenar el pueblo como si no hubiera un mañana y nadie hizo más preguntas.

Vendimos todo el alcohol y pudimos pagar todas las deudas. Unos días después de haber terminado las fiestas, el de las bebidas vino y se llevó las barras. Quitamos las pintadas punk de las paredes del pub y recogimos todos los vasos de plástico tirados por las calles, prados y pajares. Le devolvimos las llaves del edificio al alcalde y volvimos a nuestro verano de caminatas por la montaña de día y fiestas en otros pueblos de noche.

Habíamos visto amanecer cada día desde la escuela, sabiendo que esos días jamás los íbamos a olvidar. Pronto íbamos a dejar de ser estudiantes y el futuro nos iba a recordar todos esos días como los últimos días en los que fuimos irresponsables y jóvenes, que no teníamos miedo de nada y que sabíamos que nos podíamos comer el mundo con solo desearlo.


Siempre que alguien manda un vídeo de los ataúdes de Ghana, Javi “Ollas” o Carlos recuerdan que es una lástima que no hubieran móviles en aquella época. En esta cuarentena no hay día en que no llegue un vídeo nuevo y no hay día en que no recordemos al tipo de la fuente. En la mayoría de los montajes, cuando el protagonista se está pegando la hostia, se corta la escena y aparecen los africanos con el ataúd. Nos quedamos sin saber cómo termina el golpe. Nosotros al tipo de la fuente lo vimos caer y antes de llegar al suelo desapareció entre la masa de gente y no nos enteramos de lo que ocurrió. No lo supimos hasta el último día del verano.

El agosto terminaba y a nosotros nos tocaba regresar a Barcelona al día siguiente. Decidimos despedirnos de todo aquel año en el Peach Pit y de ese verano de locura yendo a tomar la última cerveza al pueblo que estaba en fiestas aquella noche. Al llegar, la orquesta ya había terminado con los pasodobles y comenzaba el tramo del rock. Nosotros caminábamos entre la gente hacia nuestro lugar asignado, como los mafiosos se dirigen a su mesa habitual del restaurante y los camareros abren paso, cuando la cantante, desde el micrófono, dijo que la siguiente canción iba a estar dedicada. “Esta canción se la vamos a dedicar al que se cayó de la fuente”, y comenzaron los primeros acordes de “Salta” de Tequila.

Nosotros buscamos como locos al grupo de Tramacastilla perdido entre la muchedumbre. Al llegar a la parte del estribillo, el “salta conmigo”, vimos aparecer por encima de las cabezas a un tipo con una venda en la mandíbula, un brazo enyesado y una muleta. Lo estaban manteando el resto de los amigos. En la mano que le quedaba libre agarraba un vaso de plástico del que caía cerveza a cada salto.



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