Episodio Piloto

Este texto es el primer capítulo de este diario.


Sábado 16 de mayo

New York

-Me voy a New York en mayo – le había contado a todo el mundo con el que me había cruzado en los últimos meses.

Era un plan perfecto sin duda. Un par de semanas en Williamsbrug, en un airbnb o en un hostel. Comprar una guitarra de segunda mano y una bicicleta vieja y pasear durante todo el día y pasar las noches en los bares de música en directo. Ir siempre al mismo café a desayunar, hablar con todo el mundo como un solitaro con mucho tiempo libre. Sacar fotos. Cruzar todos los puentes. Sentarme en todos los parques. Quedarme dormido en el metro y despertarme en el Bronx. Vender la guitarra y la bicicleta vieja y volver a casa, con alguna canción nueva que hablara de que morimos varias veces y volvemos a resucitar, pero que vivimos tantas vidas que no importa si al final nos quedamos dormidos o simplemente soñamos sin acabar de despertar.

Me voy a New York en mayo”. Ese era el plan perfecto que estuve contando a todo el mundo con el que me crucé en los últimos meses.

Pamplona

El episodio empieza con un plano de mi sentado en una silla plegable, en el lateral de un huerto del tamaño de un par de piscinas olímpicas en las afueras de Pamplona, con el cielo encapotado de nubes negras y chispeando sobre la pantalla y el teclado, mientras Andreas y su amigo Motxi, con azada y con chándal, preparan la tierra para plantar unos tomates y unos pimientos, y yo, en la silla, lejos de trabajar y de ensuciarme, con el ordenador en las rodillas y una lata de cerveza abierta en una mano, vestido con mi ropa de viaje: la camisa arrugada y elegante, la sudadera negra y elegante, el pantalón tejano elegante y las all star viejas que esta vez no, no son elegantes. El estilismo del mochilero, pero sin mochila.

Andreas cargará un saco de tierra, cuando acaben de repartir el estiércol.

-Es de caballo, el estiércol- me explica Motxi -. Me lo da un colega, que los tiene todo el año pastando, a los caballos, y no quema las plantas. Si fuera de oveja, que comen mucho pienso, lo quemaría todo y no crecería nada.

Mi tío Eloy

-Mi tío Eloy tuvo un huerto en Castelldefels – le cuento más tarde a Andreas, cuando June y Adur se han acostado y él y yo miramos vídeos de Berto en Internet-. Era aquella época en la que solíamos ir los domingos a la playa toda la familia: los tíos y las tías, los primos, la abuela si estaba por Barcelona, y el cuñao de mi tío Jesús, el que tapaba el coche con una funda gris con la matricula escrita fuera. A mi tío Eloy, que siempre le había gustado ir a coger espárragos en primavera, castañas en invierno y setas en otoño, le faltaba un huerto para el verano. Un día encontró un lugar cerca de los pinos, al lado de la autovía. Se trabajó la tierra y cavó un pozo hasta que encontró agua. Tuvo conflictos con otro que también quiso montar un huerto a su lado, en ese terraplén territorio de Nadie. Quiero imaginar que algún día se presentó ese Nadie y le preguntó que hacía en el terreno de su propiedad. Por mucho que estuviera cerca de los pinos en los que solíamos plantar el campamento playero-familiar los domingos, por mucho que el cuñao de mi tío Jesús protegiera el coche con la funda gris, y la matricula escrita fuera, para que el sol y la resina no estropearan la pintura, y mi tío Eloy hubiera cavado un pozo y plantado tomates y pimientos y lechugas, y hubiera defendido el territorio frente a otros con ganas de plantar cebollas, el terraplén tenía un dueño. Así que mi tío Eloy tuvo que abandonar el huerto y dejar a los grillos gritando como locos al mediodía de cualquier julio.

-¿Y creció algo?- pregunta Andreas.

-No lo sé. Quizá nunca se presentó Nadie y simplemente en aquella tierra medio salina y reseca nunca creció nada y se cansó y se marchó. Las historias hay que contarlas con gracia, así que no me jodas esta y creete que lo echaron con todo a medio plantar, que es lo mismo.

Y damos play al monólogo de Berto que se mete con los abuelos como armas de destrucción masiva.

Un mes antes

Un flashback. En escena aparezco yo comprando en una farmacia vitaminas y pastillas para dormir. Sufro de estrés y de agotamiento y aún no sé si voy a poder coger vacaciones, y me falta el tiempo para buscar donde dormir y no puedo comprar un vuelo sin saber el día exacto. Entonces escucho la canción de Marcus Mumford “When I get my hands on you”, del proyecto “The New Basement Tapes”, y descubro toda la historia de “The Basement Tapes” de Bob Dylan. Leo artículos. Veo un documental. Escucho las canciones. Veo otro documental y pienso que me gustaría poder encerrarme a no hacer nada por unos días. Tener tiempo para tocar, para escribir, para mirar hacia ningún lado, para escuchar como el viento mueve las ramas de los árboles. Me acuerdo de la casa de los abuelos en Naraido. Y sé que es lugar perfecto para simplemente no hacer nada.

Un día antes

Me voy a Galicia, y puede que a Portugal. Voy a parar en Pamplona para visitar a Andreas, June y Adur. Y también me tomaré unas cervezas con Paola. Comeré un chuletón. Y luego seguiré hasta Asturias y pararé justo al entrar en la provincia de Lugo y llegaré a la casa de los abuelos, a la que no voy desde hace años. Y sé que cogeré un tren y me iré a Oporto, y luego puede que a Lisboa. Y sé que voy a escribir un diario, en el que hablaré de mi familia y de mis recuerdos.

Meteré la guitarra en el asiento de atrás, y una mochila llena de trastos en el maletero. Y mi padre me explicará como abrir la casa y como funciona su coche. Y antes de salir me imprimiré la ruta porque siempre me gustó mirar los mapas en papel. Y al arrancar pondré el nuevo disco de Mumford & Sons, y cuando me pare en un área de servicio de la AP-68, cerca de Zaragoza, habrá mucho viento, y el cielo estará muy azul, y habré dejado atrás los Monegros, que con la autovía apenas se distingue de cualquier otro desierto atravesado por una autovía, y al cruzar la línea imaginaria de Navarra, marcada por un letrero que da la bienvenida, una sombra oscura cubrirá la carretera, al poco empezará a llover y sabré que estoy llegando al Mar del Norte.

El Mar del Norte

Si esto fuera el episodio de una serie de televisión, el piloto, y se hubiera construido a base de algunos flashbacks, ya estaríamos llegando a su final. Sabríamos que la serie va a ir sobre un viaje que no fue a New York. Se habrán mencionado algunas ciudades y algunos nombres propios, y esperaremos a que en los siguientes capítulos se hable de algunos lugares con un tono cínico e infantil, y se cuenten algunas historias, exageradas, porque la realidad, cuando se escribe, hay que adornarla un poco para llenar el vacío que dejan los sonidos y los olores.

Pero esto no es una serie de televisión, sino un huerto del tamaño de un par de piscinas olímpicas, y Andreas y Motxi están acabando de regar, y ha llegado el momento de recoger las herramientas, la silla plegable y las latas vacías, cerrar el ordenador e ir a comer un chuletón, y más tarde beber unas cervezas con Paola, y mañana salir hacia Naraido y saber si la serie tendrá más episodios o se quedará en el piloto.

Aunque no pueda quedarme dormido en el metro ni despertar en el Bronx cuando The Warriors huyen de las otras bandas, ni cruzar todos los puentes en bicicleta, ni sentarme en todos los parques, ni hablar como un solitario con mucho tiempo libre con otros extraños solitarios con mucho tiempo libre también, en un bar donde suena blues en directo, podré quedarme dormido en el asiento de un tranvía y cruzar caminando el río Arga, o el Eo, o el Duero, y escribir una canción que diga que es muy triste ser Mar del Norte, donde nunca amanece y tampoco se esconde el sol. Y suene una gaita.



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