Fotocopias

Aquel día, años atrás, cuando todo era brillante y limpio, cuando estaban mis amigos cerca, con mi familia a mi lado, con todo el mundo por descubrir; cuando era completamente consciente que ese y no otro iba a ser el momento más feliz de mi vida, decidí fotocopiar el estado exacto de mi cerebro.

Capturé en un molde de plástico la ubicación, posición y forma de cada neurona. Anoté en un papel la medida de cada neurotransmisor y el voltaje y el estado exacto de cada pulsación. Diferencié cada molécula alrededor y las anoté en un listado. Y lo guardé todo en una caja de metal con una nota exterior con la advertencia: «abrir solo en caso de necesidad«.

Pasó la niñez, la adolescencia, y llegué a la edad adulta, donde ya no había tanto brillo y todo andaba algo mas sucio. Ya no estaban todos los amigos, ni toda la familia andaba alrededor, ni el mundo se podía descubrir en su totalidad. Y cada día era más feo. Y cada día era mas sucio. Consciente de la tristeza, decidí volver a recuperar la copia del cerebro que había guardado en una caja de metal para sentir la felicidad primigenia.

Busqué en todos los cajones de todas las casas en las que había vivido hasta encontrarlo y la abrí con urgente necesidad. Coloqué, orienté y moldeé cada neurona según la maqueta. Ajusté los neurotransmisores, la medida, el voltaje y el estado exacto de cada pulsación. Dejé cada molécula como indicaba el listado que debían estar. Y con la copia ya exacta instalada en mi cabeza me senté a esperar.

Y esperé una hora. Y esperé dos horas. Y esperé tres. Y esperé todo un día. Y nada cambió. La luz seguía sin ser limpia ni brillante, y la soledad seguía habitando a mi lado.

Con la tristeza agarrada a la garganta, con ese sabor oxidado, descubrí que había olvidado fotocopiar el corazón.



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