Puzzles

Restos de Stock

Cuando viajo siempre escribo un diario. A veces simples anotaciones de los lugares, de las comidas, de las camas en las que duermo. A veces de cómo me siento estando allí, de qué es lo que veo. Otras un simple relato de lo que va sucediendo: «tomo este bus, llego a este lugar, llueve«. Sin embargo en ocasiones me muero por escribir una novela, relatar un viaje como si fuera la aventura de un explorador, algo de realismo mágico. Que mi viaje sea exterior, con todo lo que pasa fuera, olvidando lo que se mueve dentro. Un filtro de Instagram que cambie la textura de la realidad. Luego edito, photoshopeo. Quito de la escena lo que distrae, lo que no encaja en las líneas invisibles de la imagen. Yo solo quiero mostrar lo que sucede por fuera, no me interesa sacar lo que se esconde por dentro porque es un triste monólogo frente al espejo y adoro el realismo mágico de Amelie y sus gnomos de jardín enviando postales de lugares lejanos.

Cuando viajé al Reino Unido quise escribir una de esas novelas y me vestí con el traje del idiota que escribía en los viajes, el que inventé cuando estuve en Sudamérica. La llamé “Un idiota en UK”. No sabía que iba a ser lo último que iba a relatar de esa manera y que en los siguientes viajes ya no volvería a escribir igual. Me estaba despidiendo del personaje, un adiós inconsciente. Le dejé acompañarme hasta mi regreso a casa, pero en ocasiones escribí con la otra piel, y al publicar, tuvieron que desaparecer del texto.

En la carpeta de los Restos de Stock quedaron aquellos descartes, que de tan interiores no encajaban con la historia que se estaba dando fuera. Yo quería contar otra cosa. Era el viaje de un idiota quejándose de la lluvia y recordando las viejas fotografías de un viaje parecido, en otra vida. Echando de menos. Pero quedaron guardados, a salvo del idiota que hace tiempo que se marchó. Llegó el momento en el que el otro, el de los monólogos frente al espejo, publique. Son los extras en la edición en DVD de «Un idiota en UK«.

El principio

Londres

No, así no se se puede empezar. Tiene que haber otro inicio. Esto sucedió al final, justo antes de llegar aquí. Tiene que haber otro principio, un resorte que se activó tras pulsar algún botón. No puedo haber llegado aquí por casualidad. Todo es por algún motivo, tiene que serlo, unas piezas que encajan. Tiene que haber empezado antes, cuando aún estaba buscando a dónde ir.

Jueves. Fizz

-¿Como andás, Alexito? – preguntó Lucas cuando tuvimos un momento a solas. Era una fiesta sorpresa en el Fizz por su cumpleaños.

-Bien, pero necesito salir por unos días, centrarme.

Cantaremos el cumpleaños feliz. Algunos músicos primero y Lucas después tocarán algunas canciones. Luego me pedirán que suba al escenario a contar una historia.

-¿La volviste a ver? – pregunta, antes de que nadie cante, ni yo saber todavía que tendría que salir más tarde a inventar un cuento.

-No- doy un trago a la cerveza. Me gustan las pausas dramáticas, justo en mitad de la frase-, es mejor así. No he vuelto a escribir desde entonces. Por eso necesito un viaje.

-¿A donde vas a ir esta vez?

-No sé. A un lugar en el que pueda estar dentro. Estoy pensando en Budapest.

Cuando subo al escenario me doy cuenta de que no tengo nada que contar. No es así como funciona, pienso, sucede o no sucede, viene o no viene. Paco toca notas en el piano aleatóriamente y me dice que hable de cualquier cosa, que él me compone la banda sonora. Hablo de aeróbic. Nadie ríe. Hablo de China y de India. Nadie ríe. El foco me da calor. Me suda la frente. Silencio. Y entonces recuerdo la historia que siempre empiezo y que nunca termino de contar: «Aquella mañana, como todas las mañanas a la misma hora, porque soy muy riguroso, fui al baño, justo al despertar. Al enderezarme de nuevo e ir a tirar de la cadena descubrí que el lavabo estaba lleno de sangre«. Esta vez la cuento entera. Ríen. Aplausos. Sucede o no sucede. Viene o no viene. Así es como funciona.

«A ella nunca le conté el final«, pienso mientras me pido otra cerveza.

Martes. Avión

No sé como empezar, ni como montar cada una de las partes. La despedida, la canción, los diálogos, la bicicleta, salir de mi casa, buscar un lugar al que viajar, Barcelona en la última semana. ¿Cómo empiezan los diarios de un idiota? ¿Dónde está el principio de este? ¿Es ahora que vuelo, o fue en el momento en el que decidí viajar a Londres? ¿Cuando supe por fin a qué país y a qué ciudad? ¿Porqué no decidí el lugar antes? ¿Cómo hablar de los últimos días si aún no sé si hay un mensaje? ¿Dónde está el hallazgo?

Solo tengo que pensar, sentarme aquí y empezar. En los pequeños textos está la historia, un puzzle de piezas desordenadas. En cada pequeño relato tiene que estar el mensaje final.

Necesito un principio, el arranque. He acumulado tantos recuerdos que ahora ya no sé como volcarlos, atascados en una tubería demasiado estrecha. Ni siquiera me gusta como suenan las palabras ahora que las veo escritas. Este no es el tono que quiero. Tiene que ser otra cosa. Pequeños textos desconectados pero que hablen de un mismo todo y que encajen de algún modo.

Un día tonto

Glasgow

Este es el texto sin editar que formó parte de «Adios Edimburgo» y que finalmente utilicé en dos mini-relatos a los que titulé «Gris» y «The Lebowskis».

En cada viaje siempre hay un día tonto, un día en el que el movimiento no llega a ninguna parte, un día gris, un día en el que no se puede salir a la calle. O simplemente un día en que los fantasmas atacan con más fuerza de la habitual. En esos días no hay ciudades hermosas y se cometen todos los errores.

Ha sido de golpe. Hace apenas unas horas estaba llorando de risa escribiendo sobre los hostiables. Luego corregía el cuento de «Servidor«, y algo se ha puesto mal. He salido a la calle, intentando encontrar algo de música en directo. Tenía muchas ganas, de verdad que las tenía. Y estaba bien. De verdad que estaba bien. Pero la calle era fría, estaba mojada, la lluvia se había marchado pero había dejado su mierda. Se me han empezado a enfriar los pies. He entrado en el parque a oscuras. Olía bien, te lo juro que olía bonito. Me he cruzado con dos o tres personas que volvían a casa o paseaban, no sé. He salido del parque y no había nadie por las calles. Parecían un polígono industrial un domingo por la tarde, pero sin padres enseñando a conducir a sus hijos. He llegado a la calle del Pub donde había música en vivo esta noche. La calle me ha recordado a Brooklyn, aquella calle cerca del puente donde estuvimos con Sarah tomando cervezas, el que las chicas habían descubierto el día anterior. He entrado en un TESCO y he comprado chocolate y una manzana. He pasado por algunos bares con gente bebiendo. Un restaurante de tapas españolas, uno de fish&chips, un italiano, otro de comida escocesa. Una promesa, podría entrar en ellos, me he dicho, pero no tenía hambre. Y me he empezado a sentir un poco solo. Una chica joven cruza un semáforo con un par de bolsas de súper. Los coches pasan con sus luces. La calle está oscura porque apenas hay un par de farolas que la iluminen. Miro hacia arriba y descubro que hay luna llena, o que la hubo ayer. Encuentro un lugar en el que podría estar. The Lebowskis. Entro. Me gusta. Me siento. No veo el menú sobre la mesa. Nadie me atiende. Escribo: «En cualquier lugar del mundo en el que hubiera encontrado un bar con este nombre hubiera entrado. Tú también lo hubieras hecho, lo sabes«. He salido, he parado en cualquier lugar a comprar un bocadillo y he regresado al hostel lo más rápido que he podido. En el salón varios solitarios como yo, cada cual en su sillón. Con sus teléfonos móviles y sus ordenadores. Como yo.

Echo de menos Edimburgo. Anoche supe que debía quedarme un día más, pero no hice caso. Siempre me pasa lo mismo, me digo, cuando estoy a gusto en un lugar me cuesta irme, pero luego está bien. Glasgow está bien, pero de otra manera. De una manera que me resulta triste, como el escenario de un teatro preparado para levantar el telón, con las luces, con los actores, con la orquesta a punto de empezar y con la sala vacía de espectadores.

Fumar

Glasgow

Me gusta la acción de fumar. El camarero se pone su chaqueta y sale fuera del local. Se sienta en una de las mesas de aluminio, coge un cigarrillo de la cajetilla, la deja en la mesa, con un mechero zippo lo enciende, la cabeza un poco ladeada. Deja el encendedor sobre la cajetilla, perfectamente alineados los dos. Entonces suelta el primer humo. Mientras el cigarrillo se va consumiendo en cada calada, mira hacia delante, donde los coches pasan. Más allá hay unas mansiones, una iglesia y la torre de la universidad. Sale un asiático con las uñas largas y también enciende un cigarro, mucho más urgente, sin relato. Mira los mensajes del teléfono. Da vueltas sobre si mismo. No mira hacia ningún lado, solo hacia la pantalla.

Me gusta la acción de fumar reposada, la de los 3 minutos de pausa. Me gusta que todo lo dañino tenga un aire de irrealidad.

El señor del semáforo

Glasgow

Hay un señor mayor, que puede ser el abuelo de cualquiera, vestido con un chaquetón amarillo fosforito y apoyado en un semáforo. Cuando alguien se acerca a cruzar él se endereza y pulsa el botón de los peatones. Cuando la luz cambia a verde se coloca en mitad de la calle, levanta una señal portátil con el texto “atención: peatones”. Con la mano libre dibuja el gesto de parar. Lo hace haya o no haya coches. A ratos detiene un tráfico invisible. Luego regresa a su lugar y espera. Mira el reloj que saca de un bolsillo, con cara de estar muy, pero que muy aburrido. En la calle apenas hay tráfico, ni peatones, hace frío, y la mayoría de los que cruzan lo hacen por cualquier lugar, casi nadie por el semáforo. Y los coches se paran siempre, haya o no haya gente. Pero él sigue igual: si alguien se acerca a cruzar la calle, pulsa el botón, se coloca en mitad de la calle, hayan o no hayan coches, muestra su señal de “atención: peatones” al aire, mueve la mano libre con el gesto de parar y más tarde regresa de nuevo a su posición de guardia, a volver a mirar su reloj y a seguir aburriéndose.

Me doy cuenta de que he estado diez minutos de pie, cerca del abuelo, mirando lo que hacía, y el tiempo ha pasado muy, pero que muy despacio.

Resfriado

Dublin

Por un momento he pensado que el viaje había terminado. Y no ha terminado. Tengo los primeros síntomas de un resfriado y ya no tengo nada que lo que escribir porque no está pasando nada. Dublín ha resultado ser poco inspirador y el tiempo muy molesto. El hostel no era un lugar en el que sentarse a escribir y los pubs no me han gustado. Así que mi plan diario de sentarme, mirar por la ventana y ver qué ocurre no se ha dado. Simplemente no ha sucedido. Pero el viaje no ha terminado, no todavía, y el resfriado no se me ha metido en el cuerpo del todo, no del todo. Solo tengo que sentarme un momento en cualquier lugar y esperar a que las historias aparezcan. Como siempre hacen.

Aeropuertos. No hay final

Los siguientes textos fueron la semilla del último relato del viaje, «Aeropuertos y Galaxias”.

Dublin

La chica termina de escribir algo en su portátil y me pregunta si le puedo echar un vistazo hasta que regrese. Le digo que sí. Cuando vuelve comenta con otra chica que aún no hay puerta asignada y el retraso del vuelo es ya de dos horas.

Miro por la ventana: los edificios de ladrillo rojo, con las ventanas blancas, no están ahí. Hay algo en todo esto que no funciona bien, no se por qué motivo no puedo escribir. ¿Qué pasaría si cerrara los ojos y escribiera lo primero que me pasara por la cabeza?. Es solo eso: un estado interno, una imagen que me lleva a otra imagen y cada fotograma se construye con palabras. Una fotografía para un sonido, una adjetivo para un sonido. Buscar el punto de vista, mirar la escena desde donde esté y darle la vuelta. He intentado escribir algunos cuentos, pero se murieron, no nacieron del todo, algo falló en la estructura, en el arranque, en algo que no puedo decidir. Cuando las palabras no vienen, no puedo hacer nada. Estoy cansado, y el retorno está siendo aburrido. Los aeropuertos son aburridos, caminar por los pasillos, un no-lugar como cualquier otro no-lugar del mundo.

No tengo final para este cuento, esa es la verdad.

El pavo. No hay final

Londres

No había ningún mensaje en la fiesta del pavo, yo era uno más, discreto, disfrutando de la compañía, la comida, la bebida y feliz por poder estar ahí, casi sin querer. Me gusta sentirme bienvenido, formar parte de otras vidas. Pero este texto no es un cuento, es solo una de las páginas de las libretas que antes solía escribir. En este viaje no ha habido diario personal, solo algunas anotaciones para los cuentos. Me gustan esos mini-relatos de viaje, evocadores, cínicos, lleno de lugares comunes porque no recorro ningún paisaje que nunca nadie haya visto antes. Mi técnica no deja de ser la mezcla de las técnicas que copie de otros. Los mismos ingredientes y los mismos tiempos de cocción, pero a mi manera, dándole mis propios acordes. Sé que dentro de algunos años los leeré y sabré que soy yo. Estamos vivos porque somos conscientes de nuestra existencia.

En fin, escribo por escribir, pero las ideas siguen sin salir. Esta vez no habrá cuento final. No por el momento.

No hay final

Londres

No tengo final para este cuento. Sucede o no sucede, se da o no se da. Estoy cansado, en paz, pero cansado, y hay nuevas preguntas que me atosigan, nuevos asuntos que tengo que resolver. Mi imaginación es más interesante que la realidad y crea mundos de los que me cuesta escapar. Siempre me gustaron los planes absurdos.

Galaxias. No hay final

Londres

Todo somos planetas de nuestro propio universo. Con nuestras relaciones de gravedad perfecta que nos permiten estar en equilibrio y no colapsar. Con los diferentes satélites, vacíos y flotando en el éter. Somos uno más de un sistema que se ha dado perfectamente y que es así y no puede ser de otra manara.

Llego con mucho tiempo a Victoria Station, así que decido dar un último paseo. Me acerco a Buckingham Palace. Está lleno de turistas sacando fotos al cambio de guardia, sentados en las escaleras del monumento de enfrente. En aquel viaje de hace 9 años también estuvimos ahí sentados, también esperamos el cambio de guardia y también sacamos las mismas fotos.

Tomo cualquier calle que no se aleje mucho de la estación. Me cruzo con la Westminter Cathedral. Creo que nunca antes la había visto. Está en medio de los edificios de metal y cristal, de los monstruos de hormigón. Posiblemente nunca hubiera pasado por aquí si no fuera por accidente. Me gustan las casas de ladrillo rojo y ventanas blancas, y las de piedra clara, y las de ladrillo oscuro. Me gustan los sótanos con ventanas y las rejas de hierro.

Cuando dejé de tener futuro el presente fue más interesante, pero el pasado y sus capas de tiempo, a veces se vuelven muy pesados. «Al que no tiene norte, todos los vientos le son favorables«. Puedo tomar cualquier camino, el problema es que no sé cual de ellos es el que quiero.

Nunca se me dieron bien los finales porque nunca sé muy bien cuando terminar.

Solo tengo que pensar en el final, sentarme aquí y empezar. En los pequeños textos está la historia, un puzzle de piezas desordenadas. En cada pequeño relato tiene que estar el mensaje de un todo.

No hay final

Londres

Solo quería escribir. Irme de mi casa, sentarme en una estación, en una cafetería, en una casa ajena, en una habitación compartida. Quedarme quieto en una ciudad nueva y extraña. Escribir una historia dentro de otra historia que a su vez contara otra historia diferente. Quería hablar de otras ciudades, de los domingos de mi infancia. Quería inventarme una persona que era una versión mejorada de mi mismo, y varias voces que fueran siempre yo. Quería recordar, inventarme cada final, como si el original no se hubiera dado de aquella manera.

Porque lo bueno de los finales es que tienen un principio. Pero lo malo de los principios es que siempre tienen un final. Siempre.

Casa colonizada. Sí hay final

Desde que te vi sentí que sabía quién eras. Que me eras familiar. Que no eras una desconocida. Sentí que te conocía desde hacía mucho tiempo. Pensé, al principio, que eras una mezcla de varias otras personas que habían sido importantes en mi vida. Como tú decías, piezas de un puzzle que, de alguna extraña manera, encajaban. Luego entendí que no me recordabas a otras personas, sino que me recordabas a mi mismo. Que éramos, de alguna manera, iguales. Que los dos éramos múltiples. Complejos, varios nosotros dentro de nosotros.

Lo más insoportable de que me dejaras marchar es que nunca volvieras a buscarme. Saber que mi vida sin ti era posible.



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