Servidor

Este texto es parte de un diario de viaje que empieza aquí.


Hace muchos años, cuando éramos niños, nuestra madre nos cortaba el pelo ella misma. Usaba una especie de aparato de color crema con cuchilla gillette que funcionaba a base de tirones desde la coronilla hacia abajo, arrancándonos los pelos hasta que nos vaciaba el volumen del cabezón. Luego con las tijeras nos lo ajustaba hasta que quedaba un corte peluca-playmobil y ya estábamos listos por un par de meses más, al final de los cuales nos veríamos sometidos a la misma tortura china sin capacidad de rechistar.

Después de uno de los cortes, cuando tenía 12 años, mi madre me dejó el flequillo con trasquilones. Yo me quejaba y me quejaba, con todo el porculeo que un niño de esa edad era capaz de dar, consciente de que fuera el mundo era muy hijoputa. Mi padre, cansado de escucharme, decidió que él mismo me lo iba a arreglar. Con sus manos de paleta, con sus dedos que apenas entraban en el agujero de las tijeras, con la finura del que rompe las rocas a martillazos, se acercó a mi cara, se concentró y cortó justo por la raíz. Al verme en el espejo, con aspecto de retrasado, cogí tal berrinche que, tras patalear y chillar por horas, me negué a que nunca jamás me volvieran a cortar el pelo.

Mi madre, cada día más avergonzada de llevarme al colegio con mi aspecto de principito, pero mal, con cara de niña, pero mal, con cara de delincuente de Perros Callejeros, pero mal, insistía en volver a cortármelo “como una persona normal”. Yo respondía siempre pataleando y chillando, tirándome al suelo, como un animal, con un “¡¡¡nooooooo!!!” y cerrando los ojos y los puños fuerte. «Ha salido al tío Lucho«, decían.

Un día, ya cansado de no poder ver con el flequillo tapándome los ojos, acepté cortármelo. Pero puse dos condiciones: me tenían que llevar al barbero del barrio; y debía desaparecer la gillette de nuestras vidas. Así fue como mi hermano y yo nos convertimos en clientes fijos del barbero de-al-lado-del-supermercado-grupo80.

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Los sábados que nos tocaba corte, mi madre nos dejaba en el salón de aquel señor engominado y perfumado, mientras ella aprovechaba para hacer la compra de la semana. El corte que siempre nos hacía era el mismo a los dos: corto, con flequillo y con la raya a la izquierda. El barbero, con su bata de barbero, sus tijeras pequeñas de barbero, su meñique estirado de barbero, su sillón de barbero, las revistas picantes de barbero, y el olor a Brumel, primero me cortaba el pelo a mi. Al terminar me quitaba la toalla de los hombros, se daba la vuelta para sacudir los pelos, y decía: “Servidor”. Era la señal para levantarme y cambiar de hermano. Entonces repetía la operación con él: corte, raya, toalla fuera, media vuelta, sacudida y “servidor”. Cuando acababa con los dos y decía la palabra mágica por segunda vez, era el momento de pagarle las 250 pesetas que costaba cada corte y encontrarnos con mi madre en el súper, que notaba nuestra presencia antes de vernos por el olor a Brumel que íbamos dejando por las estanterías.

Un día Juanan decidió cambiar de corte. Cuando el barbero terminó conmigo, con el clásico corte corto, con flequillo y raya a la izquierda, Juanan se sentó en el sillón y dijo: “Lo quiero de punta”. El barbero, con sus tijeras pequeñas de barbero, su meñique levantado de barbero, y su gomina y perfume, realizó exactamente los mismos pasos de siempre. Solo que al final, en lugar de peinar el pelo hacia la derecha para hacer la raya, se echó un poco de gomina en la mano, y tiró los pelos de Juanan hacía arriba, dejándolos de punta. “Servidor”, dijo al darse la vuelta y sacudir la toalla.

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Desde entonces, cada vez que terminamos un trabajo, mi hermano y yo, nos damos la vuelta, hacemos como que sacudimos una toalla y decimos “Servidor”, sin importar la calidad del acabado.



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