A los pocos días de regresar a casa, Blanes ya había quedado enterrada debajo de nuevos estratos de fósiles y vivencias. Las dos semanas de alejamiento de mi día a día habían sido una falsa primavera, como quedarse flotando en el aire justo cuando el vagón entra en la estación y empieza a detenerse mientras nos acercamos a la puerta de salida, levitamos como si una fuerza nos empujara y nos arrastrara al mismo tiempo en direcciones opuestas, para luego, al frenar en seco, caer en el suelo de golpe. Así había sido ese periodo, una relativización del tiempo, una grieta en el fondo marino que primero retrocede las aguas alejándolas de la playa para luego aparecer la ola gigante de decenas de metros de altura para arrasarlo todo. Cuando quise darme cuenta ya había superpuesto ese viaje con otros viajes, ya había terminado el verano y estaba a las puertas del invierno, con los días cortos y el frío que nos entristece a todos. Fue cuando murió nuestro amigo Jorge.
Me llamó un lunes por la mañana mi hermano Juanan para decírmelo. Yo estaba saliendo de una tienda Dormity después de encargar un colchón nuevo para mi cama. En ese momento supongo que no entendí muy bien lo que me estaba diciendo, el significado de que alguien hubiera muerto. Jorge pertenece a ese grupo de amistades que no se pueden separar de la familia, que se ha visto crecer y que aparece en todas las fotos de los grandes eventos, que ha estado siempre, que no hay pasado en el que él no aparezca. Era el hermano pequeño de Carlos, mi mejor amigo. Jorge era el típico hermano pequeño que nunca pide permiso porque sabe que no podemos decirle que no a nada, que se dormía en tu cama, o se sentaba en la mesa y se servía de la bandeja sin preguntar. Juanan y yo en los asientos de delante, y Carlos y Jorge en los asientos de atrás camino del pueblo.
El jueves siguiente fue el entierro y recuerdo que hablé con mi hermano sobre qué pasaría ahora con todos los proyectos en su disco duro. Qué pasaría con todas esas fotos que tomaba, con la música, con los vídeos, con toda esa creatividad digital a la que había dedicado su vida, su lado oculto. Todos esos proyectos que pensaba que iban a completarse algún día y que se habían quedado huérfanos. Él me contestó que nada, que los proyectos que quedaron escondidos entre un mar de archivos se desvanecían con nosotros. Como buen hermano pequeño, concluyó la charla diciendo “tendrás que conseguir que a Dante -su hijo, mi sobrino- le interese lo que tú haces, porque si te pasa algo yo voy a formatear los ordenadores y a tirar todas las libretas y cajas que acumulas. Así que no te mueras en los próximos 12 años por que ahora lo único tuyo que le interesa a tu sobrino es la colección de playmobils”. Los hermanos pequeños son así de sensibles con los hermanos grandes. Esa misma noche, después de beberme todo el vino del mundo, me caí de la bicicleta y me disloqué el hombro derecho.
Me saqué el hombro y me rompí el troquiter, algo que nunca he acabado de comprender de si es músculo o hueso y por más que leo la definición sigo sin entender. Pasé un mes con el brazo derecho pegado a mi pecho. De pronto me vi quieto, en una pausa forzosa. Sin posibilidad de trabajar, de escribir, de tocar la guitarra o de recogerme el pelo. Lo único que podía hacer era caminar para no volverme loco. Y caminé. Iba caminando a la oficina a ver cómo iban las cosas, para descubrir que con la izquierda soy inútil para todo. Caminaba a los bares para comer o compraba en el supermercado sopas ya hechas que solo había que calentar. Caminaba de La Ribera al Vall d’Hebron para las visitas médicas. Caminaba dando vueltas por los barrios y mirando hacia arriba, hacia los edificios. Paseaba por Barcelona una mañana del martes, toda una novedad. No podía olvidar a Jorge porque cada movimiento que provocaba una punzada me recordaba mi caída, la caída su entierro y el entierro la conversación sobre los proyectos escondidos, y los proyectos escondidos terminaban en la respuesta de mi hermano de que iba a borrar mis discos duros. ¿Qué guardo en los discos duros? Me pregunté, y la respuesta fue un caos de cuentos a medias, cuentos sin terminar y diarios personales y de viaje. Me imprimí 3 o 4 viajes para leerlos en las pausas de mis paseos. Los doblaba en el bolsillo del abrigo y salía hacia cualquier lugar. Fue en esas caminatas cuando redescubrí el diario de mis días en Blanes con Lucas.
A mediados de enero empecé mi rehabilitación y pude comenzar a usar mi brazo derecho de nuevo. Tocar la guitarra me iba a llevar más tiempo porque no podía separar el antebrazo del tronco, pero podía acercar mi mano al teclado para volver a trabajar con normalidad, siempre que no tuviera que levantar ningún peso, y volver a escribir, que era lo único que podía hacer que fuera mínimamente creativo. Los lunes, miércoles y viernes a las 8 de la mañana tenía rehabilitación, lo que me iba a impedir planear algún viaje por varios meses. Lucas estaba grabando un nuevo disco con colaboraciones y yo le estaba ayudando con toda la parte organizativa. Con el mono de no poder retomar mis viajes, me apunté a acompañarle en sus conciertos por España en los fines de semana, siempre que saliéramos después del hospital. Hacía tiempo que quería escribir de otra manera, no hablar siempre de mí, de mis amigos, de mis amores, de mis desamores, quería saber si era capaz de salir de mis recuerdos y hablar desde otro lugar. Metido en el nuevo proyecto de Lucas decidí que iba a editar el diario de Blanes en paralelo a la creación del disco, previsto para el verano, y le iba a llamar 12 lunas.
Comencé a corregir y me obsesioné con la necesidad de un arranque. Para sentarme a escribir necesito tener claras la primera frase, la idea que voy a desarrollar y el final. En mi diario no había ninguna de las tres cosas: ni arranque, ni idea ni final. Me puse a buscar un prólogo que me sirviera de arranque, proceso que documenté en el capítulo “Siete Meses Después”. En una conversación con Lucas, que estaba de acuerdo en que lo publicara, le comenté que no encontraba la manera de arrancarlo, que me costaba escribir entre el trabajo, la rehabilitación y que me faltaba tiempo. Con el brazo medio inútil cualquier tarea era muy lenta. Llegaba cada día agotado a casa y solo quería dormir. Él me dijo que lo acabáramos en verano, en Blanes, donde empezó. “12 lunas después”, dijo. Ese iba a ser el título del diario, «12 lunas».
El 18 de junio era la fecha elegida para comenzar a publicarlo en mi blog, justo 1 año después. Las 12 lunas de las que hablábamos en nuestras conversaciones. Lucas recibió el master del nuevo disco a principios de mes. Hasta el momento le habíamos estado llamando “Duetos” pero había que decidir el título definitivo. Él había pensado primero en “13 lunas”, que era el vino que había estado bebiendo en Blanes desde que yo me había marchado, pero “12 lunas” era sin duda el título que mejor le encaja, el que tenía más significado. “Como yo llamo a mi diario”, le conté. En el prólogo definitivo, en el último párrafo, decía: “lo que viene a continuación es el diario de aquellos días, de los que ya pasaron 12 lunas”.
En mayo había terminado mi rehabilitación. Mi brazo derecho tenía poca fuerza, pero había recuperado la movilidad. Volví a sentirme libre. Volví a viajar, regresé a Berlín, pasé una semana en Teruel con Lucas, donde volvimos a grabar nuevos vídeos. Fuimos a Menorca, a Madrid. Mi casa se llenó de visitas y me olvidé de Blanes. Ya no se iba a llamar 12 lunas, ya no hacía falta publicarlo en junio, era verano, la vida era una fiesta y no quería pasar ni un segundo sentado frente a la pantalla de un ordenador sufriendo al darle al botón de “Publicar”, no quería leer comentarios, ni opiniones. No quería dedicar el más mínimo esfuerzo a que alguien lo quisiera leer. Y entonces entré en crisis.
El 9 de julio es mi cumpleaños. En ese día suelo escribir algo relacionado con el paso del tiempo, alguna reflexión. Los días previos, sabiendo que el cumpleaños se acercaba, estuve atento para averiguar sobre qué iba a ir mi reflexión. Estas cosas vienen, no se buscan. Después necesito la primera frase, la idea y el final, como ya he dicho, y por último escribir. No se me ocurría nada. Era incapaz de reflexionar sobre mí. Sobre la importancia de seguir vivo otro año más, ahora que Jorge nos había enseñado que no somos eternos. Me empecé a agobiar, ¿en serio que no tenía nada dentro, ningún sueño para el próximo año, nada de lo que arrepentirme? No podía creer que el cumplir un año más no me generara ningún sentimiento, ni bueno ni malo, ni melancolía ni alegría. Entonces me di cuenta de que había perdido el control de mi vida, que me movía con piloto automático, sin decidir nada. Y empecé a echarme de menos.
Tenía que parar y encontrarme de nuevo. Dejar de correr todo el tiempo. La vida no podía ser un buffet libre en el que se llena el plato con salmón y con un poco de ensalada de acompañamiento y mira, ya que estoy de pie, cojo también un poco de pizza, y encima le echo esa carne en salsa, y esas patatas, y ahora que lo veo, otra capa con un poco de jamón y el flan y la nata y la fruta y encima de todo eso le pongo la vinagreta y el sirope. Y cuando me lo termine me como la chocotorta con su dulce de leche, sus chocolinas y su crema de queso, y rebaño todas las porciones como si no quedara un mañana y tuviera que llenarme de todas las calorías de un invierno que no va a terminar nunca. Tenía que frenar.
Lucas presentó el disco en septiembre, hizo una gira de presentación, dejó de vivir en Blanes y cerró otra etapa de su historia. Yo me empecé a distanciar del personaje en el que me había convertido y poco a poco fui recuperando el control de mi vida. Volví a leer sin prisas sentado en el sofá y en un parque. Volví a caminar por la ciudad mirando hacia la parte alta de los edificios. Me tomé tiempo para llegar a los lugares e intenté que el mundo fuera más lento. Cerca de la Navidad recibí un mensaje de Lucas. Había leído el borrador del diario que le había entregado unos meses atrás, y que yo ya había olvidado. “No quiero volver a recordar algunos episodios de mi vida”, me dijo, “no ahora que todo está bien”.
No podemos obligar a los demás a recorrer un camino que nosotros necesitamos caminar. Lucas no quería volver a una etapa ya concluida y yo no podía desprenderme de ese diario porque siempre reaparecía. Había pasado un año de la marcha de Jorge y yo seguía teniendo el disco duro repleto de proyectos sin terminar. Mis ideas, mis recuerdos, mis opiniones, mis amigos, mis amores y mis desamores, todos estaban allí dentro en archivos desordenados. Yo también había terminado una etapa y había aprendido en el camino que si escribo es para hablar de mí y no para hablar de otros, porque si no recuerdo lo que fui no sé hacia dónde estoy yendo y la persona perdida en la que me convierto no me gusta. No escribo para hablar de otros, sino para entenderme a mí. Tenía que publicar ese diario.
Llegó el 2020. Tenía el prólogo original con la primera frase de arranque que me gustaba. Ahora había encontrado un nuevo enfoque para el texto: yo en Blanes. Esa era la «idea». No podía haber un nosotros. Quité todo lo que no hablara de mí o de mis amigos, dejé solo mis opiniones, mis ideas, mis recuerdos y mis desamores. Como broma interna decidí publicarlo los lunes, miércoles y viernes, como los días de mi rehabilitación, y a la misma hora, a las 8 de la mañana. Lo he mantenido hasta que ha llegado la cuarentena y ha convertido todos los días en lunes y no existen las 8 de la mañana porque no existen los relojes. Ayer publiqué el último capítulo, pero aún no puedo deshacerme del diario porque me falta un final. Ese FIN de la última frase era un señuelo.
El final es este, el cierre de un ciclo en el que me he perdido y me he encontrado. En el que la única constante han sido las páginas dobladas de este diario en el bolsillo del abrigo, mientras paseaba con un brazo inútil. Unas páginas que han estado encima de mi mesa y en mi mochila todo este tiempo para recordarme que tenía que encontrarme de nuevo. El final es este, unos archivos menos que eliminar para que Juanan, algún día, pueda formatear los ordenadores y tirar las cajas sin sentirse muy culpable.
El final es este, haber publicado el diario sin importar que no haya un arco, que los personajes no avancen o que el escenario no evolucione. La historia no es Blanes, ni Lucas regresando a España ni yo sentado en una mesa montando videos sobre un mantel rojo con topos blancos. Somos responsables de nuestros proyectos inacabados. Ellos viven con nosotros y mueren con nosotros. Ahora sé que lo que no pude entender al salir del Dormity y recibir la llamada de mi hermano, es que cuando nos vamos el mundo sigue girando como si nada hubiera sucedido. La red de pescar con las fotos de Lucas y el sofá donde dormía la siesta existirán siempre que existan estas páginas aunque yo ya haya desaparecido.
Gracias por compartir eso que te hace sentir y aprender. No dejes de escribir lo que sientes para conocerte y entender este mundo que gira sin que seamos conscientes de que él es quien nos domina.
Enhorabuena!!!
Gemma
¡Gracias!