Son las 9 de la mañana y estoy sentado en un café de una calle cualquiera de Palermo, Sicilia. Voy sin prisa camino del hostel. He llegado en bus desde el aeropuerto. Al dejar la carretera y entrar en la ciudad, el paisaje se ha llenado de edificios altos de ciudad dormitorio. De vez en cuando, el accidente de una mansión entre bloques de apartamentos.

Los únicos vídeos que me llegan por Whatsapp y que sigo viendo son los de los negros bailando con ataúdes. El resto: los de las recetas de pan y pasteles; los de ejercicios para entrenar dentro de casa mientras dure la cuarentena; los de discursos recargados de miel y positivismo de desconocidos que me quieren explicar que todo esto es buenísimo para la tierra y para el alma; todos esos vídeos, todos, los lanzo directamente a la basura.