Hace unos años descubrí que no veía bien de lejos. Mis amigos distinguían carteles que yo leía borrosos. Fui a una óptica donde me hicieron unas pruebas y determinaron que me fallaba la vista de lejos en un grado pequeño que no retuve. Encargué unas gafas y el mundo se volvió, de repente, como una película en calidad 4K. Más nítido y al mismo tiempo más feo. Se distinguían las arrugas y los granos de la gente, los pliegues de las faldas, las abolladuras de los coches y el final del horizonte. Una línea clara y horizontal, prueba de que la tierra, sin duda, es plana.
Me golpea una ráfaga de melancolía adelantada, me quedan un par de días y siento que se acaba este viaje. En todos los días apenas he salido de estos dos metros cuadrados, un micromundo para nosotros con nuestros protocolos. Ya lo estoy empezando a echar de menos. Comienzan las despedidas.
Son las siete y media. Por las ventanas y las puertas abiertas del balcón entra el sonido de los rayos. El cielo está encapotado y el mar se ve en calma. Se prepara una tormenta que no acaba de estallar.
Conecto de nuevo con este ahora, tirando del cable a tierra de la botella de vino abierta en la mesa y los traguitos que tomo mientras soluciono los problemas. Siento que el tiempo se está acelerando en los últimos días y me da miedo que esté llegando el final y que ya no me quede nada más por hacer aquí.