Diario de la Cuarentena #7: IKEA

Es las conversaciones con los amigos siempre hay alguien que, agobiado por no poder salir de casa, pregunta ¿porqué no podemos salir a correr manteniendo la distancia? ¿porqué hay multas? ¿a qué viene este estado policial? Al oírlo siempre pienso en el IKEA.

El primer IKEA que llegó a España fue en el 1996 y se instaló en el Centro Comercial Montigalà, en Badalona. La tienda destruyó para siempre con el concepto tan español del mueble para toda la vida: la visita a Valencia, a la «Cuna del Mueble»; encargar el dormitorio completo: cama, mesilla para el lado de él y para el lado de ella, ropero, cajonera, espejo y lamparas, una para cada mesilla, todo a juego. Había que amueblar el piso reformado o nuevo en el que irían a vivir la pareja después de casarse. La visita se hacía en familia, acompañados por los padres y los suegros que, con casi toda seguridad, se encargarían de discutir para pagar el encargo, cerrando el trato con un “yo me encargo de este y tú te encargas del cuarto de los nietos, Juan”. Y después a comer para celebrarlo, que se nos casan los niños, Juan, que se nos casan. IKEA llegó para acabar con los 90.

Con IKEA el mueble se convirtió en un producto de consumo más, como un abrigo, un tejano o unas zapatillas VANS. Usar y tirar.

IKEA importó de Suecia el concepto de la tienda original sin cambios: los muebles que se monta uno mismo y que, en el embalaje, incluyen hasta las herramientas necesarias; los nombres de ríos, montañas y ciudades suecas para identificar los productos; la mermelada, el salmón, las albóndigas y los frankfurts de medio euro. Todo lo asumieron rápidamente primero los catalanes y, unos meses más tarde, el resto de España. Lo que no acabó de encajar muy bien fue el conocido como “camino largo natural”.

El diseño original de los pasillos de exposición, era un largo camino con curvas cada 15 metros, para no aburrir, que obligaba a visitar el total de las secciones sin poder escaparse de ninguna. Había que visitarlo todo para que el impulso nos obliguara a comprar lo que aún no sabíamos que estábamos necesitando. Un camino infinito lleno de giros que nos desorientan y nos hacían perder la noción del tiempo

Lo que Ingvar Kamprad, el inventor del negocio, las I y K del nombre (la E es del pueblo donde nació, Elmtaryd y la A de Agunnaryd un pueblo vecino donde seguramente vivía la chica con la que siempre soñó y con la que nunca consiguió nada), lo que el Sr. Kamprad no tuvo en cuenta es que a nosotros eso de que nos obliguen a ir por donde ellos digan no nos va. El salmón ahumado y las albondigas las aceptamos porque nos gustan los riesgos, y el frankfurt porque con ese precio no se puede decir que no, pero ¿seguir un camino como los borregos van al matadero? No. Nosotros somos toros bravos y la única forma de dirigirnos y de que hagamos casos es, como a los cabestros, castrándonos. O nos cortan los huevos o no seguimos una flecha.

Así que cuando Don Ingvar vio que los clientes iban hacia adelante, hacia atrás, apartaban las paredes buscando una salida, miraban detrás de las cortinas buscando un hueco y entraban en las puertas donde claramente se leía “solo personal autorizado”, señal de que ahí había algo, tuvo que replantearse lo de “camino natural” y añadir los atajos.

Así que cuando en las conversaciones sale el tema de porqué nos controlan y no nos dejan salir a correr, especialmente saliendo de la boca del que solo usa chándal para ir a lavar el coche, recuerdo el IKEA y no digo nada, porque si digo lo que pienso igual me llaman holandés o alemán.

Lo de que IKEA haya tenido que prohibir en Pekín que los clientes duerman en las camas y en los sofás aprovechando el mediodía y el aire acondicionado es otra historia, y no vamos a hablar de los chinos en estos momentos que ya tienen bastante con lo suyo. Lo de ser chinos, quiero decir.



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