Diario de la Cuarentena #8

‌Overclocking

Cierro los ojos. Estoy en ese punto en el que no sé distinguir si son sonidos reales los que escucho o producto de mi imaginación a punto de caer en el sueño de la siesta. Suena el ascensor y me saca de ese estado indeterminado. Estoy despierto pero sigo con los ojos cerrados. Escucho un ruido blanco del que no identifico el origen. Son todos los sonidos de la ciudad parada, pero viva, que se mezclan en una frecuencia que son todas las frecuencias al mismo tiempo. Veo a una chica con pecas y le digo que no sabía que tenía pecas y ella responde que siempre las ha tenido, pero que ahora se ven más. Sé que vuelvo a estar en ese punto en el que no estoy ni dormido ni despierto y quiero seguir así, ver a dónde me lleva mi imaginación sin que yo participe activamente en el pensamiento. Rodar cuesta abajo y ver hasta dónde caigo.

Veo una habitación con luz blanca de fluorescente de hospital. No sé como he llegado aquí y ahora ya no soy capaz de saber si estoy despierto o sigo durmiendo. Es un sueño tan vívido que no podría asegurar que no esté sucediendo en realidad. Le hablo al vacío y le digo que no sé qué estoy haciendo aquí dentro pero que estoy seguro de que hay un motivo que debo encontrar. Escucho una voz que suena amortiguada por una pared y me doy cuenta de que viene del edificio de al lado, de mis vecinos, y vuelvo a darme cuenta de que no estoy ni durmiendo ni despierto, pero no quiero salir de ese estado. Sé que tengo todo el tiempo del mundo, que no tengo nada que hacer y que ahí fuera no hay nada.

Si me olvido de las noticias, de los mensajes, de que hay una pandemia en la que muere gente, si me olvido de todo y simplifico mi vida a solamente respirar, lo único que puedo sentir es la luz del sol que entra por las ventanas, una calma que se puede tocar, la desaparición de la humedad, de los malos olores. Ha desaparecido esa energía magnética de la Barcelona que te obliga a estar siempre en tensión, a moverte, a salir de casa, a entrar en los bares, en las tiendas, a correr hacia el trabajo, hacia casa, a no parar nunca, a usar la bicicleta, la moto, el metro, el autobús, a tener una agenda llena de citas, de eventos, de reuniones, a mirar mensajes mientras se lee, a leer mientras miro una película, a hablar con alguien mientras pauso la pantalla. La mutitarea obligando a un overclocking del sistema hasta quemar el cerebro.

Ya no recuerdo nada más. Ni miro, ni leo ni hablo. Simplemente duermo.


Todo depende de un cable

A Анна, por encontrarme el nombre
en la prensa rusa

Existen más de 1 millón de kilómetros de cable en el fondo del mar comunicando todas los continentes e islas de la Tierra. Elon Musk desplegó a finales del año pasado los primeros 60 satélites de los 12.000 que quiere instalar antes del 2024 para que Internet llegue a cualquier rincón del mundo. Actualmente hay más de 5.000 satélites orbitando alrededor de la tierra, de los cuales 2.000 siguen activos. El resto son cadáveres flotando en el vacío.

En el 2016, Don Cornwell, director de Comunicaciones Avanzadas de Navegación de la NASA, calculó que si se escaneara en alta resolución toda la superficie de Marte, harían falta 9 años para poder enviar todos los datos a la Tierra, utilizando el sistema de radiofrecuencia existente en aquel momento. Así que en Europa se diseñó un sistema de comunicaciones por láser, una gran autopista de información a la que llamaron EDRS (European Data Relay System), que lograría transmitir el escaneo de Marte en 9 días, para que pudiéramos pasar la tarde del domingo dando un paseo marciano desde el navegador y sin salir de casa. Viajar a un lugar sin oxígeno y con una gravedad tres veces inferior la Tierra a golpe de ratón.

El pasado 14 de marzo, el primer sábado del confinamiento, a las 20:36h, el punto de intercambio de Internet “DE-CIX Madrid” registró un récord de transferencia de datos alcanzando un pico de tráfico de 468.39 Gbit por segundo. Con la desesperación de no poder salir de casa el total de los españoles nos pusimos a ver ópera online, teatro online, a leer ebooks online, hacer cursos de cocina, magia e idiomas online, a escuchar conciertos online de todos los músicos conocidos. También algunos, los que menos, descargaron películas o las vieron online en cualquiera de las plataformas de streaming de las que tenemos los códigos de familiares y amigos, o con los que compartimos la cuota familiar. A las 20:36h todos a tope con la cultura, que ahora que ha llegado el apocalipsis nadie quiere morir sin leer las obras completas de Dostoievski, ver una obra del Royal Ballet en el Royal Opera House, o alguna de las 1.500 obras de teatro de La Teatroteca. Alguno también habrá que querrá aprovechar para ver los clásicos del cine mudo y “Los Soprano”.

Pero todo esto a Ahise Mgoyan, en marzo del 2011, poco le interesaba.

Internet, los satélites de Musk y el futuro despliegue de la cobertura mundial para que en caso de pandemia todos pudiéramos ver la tercera de “Élite”, la cuarta de “La Casa de Papel”, o descubriéramos que el yiddish parece una mezcla de inglés y de alemán mal hablado o existiera un mercado underground de tigres y animales exóticos en Estados Unidos de America, todo eso, a Ahise Mgoyan, le importaba una puta mierda. A Aishe, en ese marzo del 2011, lo único que le interesaba era encontrar cobre.

La señora Mgoyan, de 75 años de edad, deambulaba por los alrededores de Ksani, cerca de Tbilisi, capital de Georgia, con su carro del supermercado lleno de recipientes de cristal y chatarra, cuando vio asomar un trozo de plástico con toda la pinta de ser el protector de algún tipo de cable. Sacó su pala y se dedicó a escarbar un poco más. Con su navajita plegable, la misma con la que había mondado la naranja del desayuno, le hizo un corte para confirmar que dentro había algo metálico. Continuó escarbando hasta que dejó al descubierto un par de metros de cable. Cogió del carro los alicates, y con ellos y la navajita se armó de paciencia y comenzó a cortar. Cuando terminó, montó una hoguera con los restos de un palé viejo y colocó los cables encima para quemar el plástico y quedarse solo con el cobre. Lo que Ahise aún no sabía es que, ese 28 de marzo, lo que había quedado de la quema no era cobre sino sílice y cuarzo, y que acababa de dejar sin Internet a toda Armenia y a parte de Azerbaijan, y que Georgia se había quedado sin televisión.

A las 5 horas, cuando la empresa Georgian Railway Telecom, propietaria del cable de fibra óptica cuyos restos empujaba Ahise en su carro, encontró el origen del corte, Giorgi Ionatamishvilim, jefe de la compañía, explicó en los noticiarios “No entiendo cómo logró encontrar el cable. Está enterrado en el suelo”.

A pesar de existir más de un millón de cables debajo del mar y que dentro de poco tendremos tantos satélites en el cielo que podremos ver sus reflejos como si fueran estrellas y ya no distinguiremos la Vía Láctea de una autopista de cadáveres de hierro flotantes, a pesar de todo eso, con una navajita de pelar fruta, se pueden joder todas las óperas, obras teatrales, cursos de inglés, clases de yoga y alguna película a todo un país entero y a medio de otro.

El ocio, a fin de cuentas, sigue dependiendo de un cable mientras no podamos salir de casa y hayamos olvidado como jugar al parchís y a dibujar en un bloc de color blanco.



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