El amor, como la energía, no desaparece, se transforma. En una fuerza descontrolada, como las pesadillas y los sueños, o en algo más fácil de medir como el odio y el rencor.
Al principio estabas en cada objeto de la casa, en cada calle que pisamos, en cada bar donde nos sentamos a tomar café, en cada cafetería donde bebimos cerveza. Luego, como en esas películas de viajes en el tiempo, tu presencia se fue volviendo transparente, como si en cada pasado posible se estuvieran cambiando demasiados presentes para que tu pudieras existir en alguno de mis futuros.
Así tu presencia fue desapareciendo: la casa ya no olía a ti y los objetos fueron cambiando de lugar. Pasaron a ser simplemente objetos. Los semáforos donde nos detuvimos a esperar ya no estaban encendidos y todo ese amor que no desaparece se transformó en letargo. Dormido.
Un olvido pasivo, como el de las pesadillas y los sueños, y también un odio manejable contra cada una de las ventanas que rompí para que entrara el viento y te llevara lejos. De pronto un día tu nombre dejó de ser nombre y deseo, dejó de ser tuyo para ser de otras caras anónimas. Las canciones dejaron de hablar de ti y otros ojos, con otro color, vigilaron mis esquinas.
Ya no estabas, como si nunca hubieras estado, como si ese viajero del tiempo me hubiera entretenido justo al salir de casa el día que te iba a conocer y ya te hubieras marchado al llegar donde tú estabas esperando unos minutos antes. Unos metros más tarde ya no hubieras existido.
Como si alguien en su torpeza de viajero desorientado de jetlag olvidara que no se debe tocar nada y por descuido se hubiera parado al cruzar la calle y el autobús hubiera esperado a que tú subieras. Yo nunca te hubiera encontrado en la parada y hubiera caminado contigo hasta tu puerta.
O más atrás todavía, más pasado, como si no hubieran nacido aquellas cicatrices a las que yo tenía que dar sentido.
Un simple movimiento en el calendario, una simple lluvia cambiada de hora, un vuelo retrasado, una cobardía de menos, una valentía de más. Y todo hubiera sido nada.
Así fue como te fuiste yendo: con cada pequeño cambio en el pasado, un contigo un poco menos. Tu olor, un olor más, tu voz un ruido, tu color una sombra y un tú como cualquier otro tú en la multitud.
El amor se transformó en cartas sin destinatario perdidas con el resto de las cartas perdidas de los que, por olvidar, escribieron sin dirección. Cartas anónimas condenadas a llegar a ningún sitio, al limbo del almacén del sótano de los sueños. En el imposible universo de lo que casi fue pero no pudo serlo. En el infinito posible futuro de todas las palabras que no llegaron a su destino.
Perdidos en el cajón sin fondo de los objetos sin sentido y sin alma.
Así es como tiene que ser. Te transformaste en otra cosa, en millones de pedacitos que dejaron de ser un todo. Sin fuerza, insignificantes como gotas de agua en el cielo de una tormenta de verano.
Ya no eres más.
Hasta que vuelvas a serlo.
El amor no desaparece, solo cambia de estado, como la energía. Quédate ahí, donde estés, no vuelvas del letargo en el que quedaste dormida. No existen las maquinas del tiempo, y no hay más pasado que el que ya ha sido.
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