Frankfurt. Año nuevo

1

Sé que esta ciudad significa algo para mi. Hay algo en la rutina de la lluvia, esas gotas constantes que están, que no se ven pero se sienten; los coches gigantes como camiones y negros como raros purasangre; la seriedad de los corbatas que pasean por la calle con sus cafés americanos en vasos de cartón camino de la oficina del banco, mientras dejan de lado a los yonkis de Kaiserstraße, que se gritan unos a otros con una cerveza en la mano a las 9 de la mañana; la familiaridad del olor a brasa y bratwurst en los alrededores de Römer; los sonidos de los raíles al pasear por Sachsenhausen. Sé que Frankfurt significa algo más que un centro de negocios, una feria de muestras, un barrio viejo reconstruido en los ochenta y otro más viejo por descubrir. Sé que Frankfurt significa algo para mi y lo tengo que descubrir.

2

En la educación primaria el año terminaba el última día antes de volver a clase para el nuevo curso, y encontrarme con las mismas caras de siempre, pero un poco más mayores. El primer día del nuevo año comenzaba al llegar a la puerta del colegio con la cartera repleta de libros nuevos y las ganas de reencontrarnos tras un largo verano de tres meses, y descubrir que aquél estaba más alto, éste tenía ya pelusilla en el bigote o que las niñas comenzaban tener tetas. El año empezaba lleno de promesas y todos queríamos saber qué iba a pasar.

En el instituto el año terminaba cuando subíamos al coche tras cargar las maletas y las bicicletas y dejar atrás el pueblo de la sierra. 500 kilómetros de melancolía, recordando cada una de las noches merodeando a las niñas, y los días saltando como salvajes. Intentando sincronizar de nuevo el reloj interno para distinguir un sábado de un martes cualquiera y volver a despertar antes del mediodía. El regreso a Barcelona, por algunas carreteras secundarias atravesando los pueblos dormidos, y la cabeza apoyada en la ventanilla mientras los árboles cubrían las curvas y dejaban paso a las rectas de desierto. El año nuevo comenzaba al aparcar el coche, ya en la ciudad, y sentir la humedad del mar mientras subíamos las maletas y las bicicletas al piso familiar donde pasaríamos otro año más. Esperando.

En la universidad el año terminaba justo cuando estaba a punto de subir a un tren o un avión a recorrer Europa con una mochila en la espalda, una esterilla y un saco de dormir. O nos subíamos al Clio de Marga o al Seat Ibiza de mi madre para recorrer la España más profunda, con alguna parada en Portugal. El año empezaba al salir borrachos del barco en Mahón, y alguno de los que todavía podían fingir estar serenos iban a recoger los coches de alquiler que nos dejarían en el camping para, por fin, ser nosotros mismos.

Cuando compartía piso con los extranjeros, el año terminaba con los fuegos artificiales de la Mercé. Mientras los barrenderos recogían las últimas latas de Estrella, y yo regresaba a casa hablando otra lengua, me iba preparando para, a la mañana siguiente, cambiar de piel y empezar el primer día del año nuevo con la promesa de que este año, esta vez sí, iba a haber un cambio.

Cuando ya todo eso no existe, cuando ya no arrastro carteras con libros nuevos, cuando ya no cargo bicicletas ni maletas, cuando ya no miro por la ventanilla y ni veo los árboles desaparecer, cuando ya nadie me espera en el coche para ir a recorrer las carreteras secundarias, cuando compro billetes individuales de ida y vuelta más allá de Europa, cuando los paquistaníes me ofrecen cerveza, camino de casa, mientras suenan las bandas del BAM, y hablo solo, cuando ya no espero, cuando ya sé que nada cambia, cuando ya sé que yo no cambio, cuando ya no tengo una noción clara de cuando empieza y termina un año, cojo un avión que me lleva, una vez más, a Frankfurt.

3

Saco el abrigo de invierno de la mochila, como cada año, al desembarcar. Camino por las calles donde siempre hay una lluvia que moja pero no se ve, me cruzo con corbatas y con yonkis alrededor de la estación, pido un bratwusrt en la plaza cerca de Römer, bebo una cerveza en Sachsenhausen, escucho el sonido de los tranvías.

En la melancolía de los edificios grises, me pongo triste al recordar el último año, siento el agotamiento de mis ideas y me rindo al caer otra vez en las mismas adicciones, apoyando mi cabeza sobre la ventana del tranvía, mientras las copas de los árboles cubren las calles, y cada vez hay más candados en Eiserner Steg. Mudo la piel con las hojas del otoño, y me preparo para el largo invierno. Pendiente de saber qué pasara este año, esperando que al volver algo haya cambiado.

Sé que Frankfurt significa algo para mi y lo tengo que descubrir.



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