Fuga tóxica

Este texto es parte de un diario de Sicilia.


Lunes 13 de junio, 2016

El trauma de nacer

Desde Trapani nos dirigimos en coche a nuestro próximo destino. No me ha quedado claro cual es. Puede que no lo haya preguntado, o puede que no haya prestado la debida atención cuando me han informado. Me quedo dormido. Me siento como se debe sentir un bebé en el vientre materno: calor, movimiento desordenado, cabezazos contra la ventanilla, y sonidos distorsionados que van y vienen como un zumbido.

Cindy, la chica de Monterrey, me contó una vez bebiendo ron del Lidl en Casanova 72, que los bebés guardan recuerdos mientras dura el embarazo pero que al nacer el impacto de la vida es tan fuerte que lo olvidan todo de golpe. Por el trauma de empezar a respirar.

Jamás pienso comprobar si es cierto. Me vale así. Y hacía años que quería escribirlo en un cuento.

Fukushima

Llegamos a un escenario post-apocalíptico en el que, sin duda alguna, hará unos 10 o 20 años debió haber una fuga tóxica o la explosión de un reactor nuclear.

Imagino que en alguna de las fábricas que hemos dejado pocos kilómetros atrás de este total abandono, debió haber un accidente que pudrió la atmósfera. Las sirenas sonaron en todas las calles y el ejercito activó el plan de emergencia. Helicópteros sobrevolando la zona y soldados armados, con trajes de protección química y máscaras de gas, obligando a los civiles a abandonar sus casas, muchos de ellos todavía en pijama, y empujándolos a los camiones. Algunos descalzos. Otros en ropa interior. Niños abrazando a sus ositos de peluche preguntando asustados a sus madres “a donde vamos, mama”, y el soldado gritando “suban, rápido, déjenlo todo, no hay tiempo”, con una voz de plástico. Guisos sobre fuegos encendidos en cocinas vacías. Televisores parpadeando frente a sofás desiertos. Un libro abierto con el marcapáginas sobre la mesa. Las cortinas del balcón bailando y puertas sin cerrar.

Placeres culpables

La película española del libro de Federico Moccia, “Tres metros sobre el cielo”. Mario Casas interpretando a Hugo, alias H, macho-alfa-rebelde, y María Valverde interpretando a Bárbara, alías Babi, pija-angelical-inocente. La historia, como no, va de la dramática relación del poligonero y la pija de Pedralbes. ME GUSTÓ.

Hiroshima

Imagino a los ciudadanos hacinados en las tiendas de campaña improvisadas sobre el campo de fútbol invadido de matorrales y con gradas oxidadas que ahora, desde el coche, dejamos a un lado. La tierra sigue quemada al borde de la carretera, a los lados de los edificios en ruinas. Puedo ver los exterminadores con los lanzallamas mientras los obreros levantan las murallas que van aislando la ciudad. Los carteles de “Prohibido el paso” y los perros recorriendo la ciudad desierta. Aún se pueden oír los gritos de los que se quedaron encerrados.

Hombres tóxicos

En la radio del coche, sintonizando Radio Margharita, alguien ha dejado un mensaje en el contestador de la emisora:

Este es un mensaje para todas las mujeres que están casadas o tienen una relación desde hace mucho tiempo: tened cuidado porque algún día os pasará como a mi y os veréis cornudas y al lado de un hombre tóxico. Usad la razón en lugar del corazón por vuestro bien y el de vuestros hijos.

Chernobyl

Estoy seguro que si paráramos ahora mismo en uno de esos bares con mesas de plástico, escondido entre las columnas, debajo de uno de esos edificios de cemento y bloques de hormigón, al lado del descampado de los coches desguazados y los niños subidos sobe el techo con palos de madera, seguro que si paráramos a tomar un café en uno de esos bares ahora, el viejo sin una pierna sentado al final de la barra comenzaría a hablar sin mirar a nadie en concreto. “Nadie. Ya nadie se acuerda”, diría agarrando fuerte el vaso. “Fukushima, Chernobyl, Hiroshima. Pero nadie se acuerda de nosotros”. Daría un golpe con la muleta contra el suelo, intensificando el dramatismo y el silencio de alrededor. Y daría un trago al vino. Alguno de los locales le gritaría que se callara, “Cállate, no sabes de lo que estás hablando”, y el viejo se giraría, los miraría uno a uno fijamente, lleno de furia. Derrotado volvería a su posición, a aferrarse al vaso. “Sin memoria no hay futuro”, susurraría antes de volver al silencio.

Parto

Paolo entra en un camino de arena a unos pocos metros de todo este destrozo y detiene el coche. Las chicas salen y yo me quedo dentro. Pregunto, mirando hacia el cielo anaranjado y post-apocalíptico, tapándome la boca para no respirar las partículas tóxicas que con toda seguridad aún flotan en el aire «¿Donde estamos?«. «Ya hemos llegado«, contesta Paolo, «ya estamos en Agrigento«.

Me obligan a salir del coche, comienzo a llorar y me olvido de repente de todo lo que he visto antes.

Hache

Y Hache, hablando con su colega Pollo frente al estercolero, dice:

Nos encanta tumbarlas en la cama, quitarles la ropa, olerlas como un perro olería a su presa antes de clavar los colmillos. Lamer todos los rincones de esa piel de niña pija, alimentarnos de ellas. El olor, devorar esa manera de ver el mundo que tienen. Entrar dentro de ellas, sentir que morimos en sus brazos, no querer salir nunca, como si ya no hubiera más hogar al que regresar. Y tener hambre siempre, nunca estar completamente satisfechos, siempre más, y más, hasta hacerlas desaparecer en nuestras manos de clase obrera, de chicos de barrio, de los que se miran al espejo y se ven poderosos, como gallos de pelea apunto de matar a otros gallos por una apuesta de los señores. Capaces de subir a sus ventanas de barrio rico a espiarlas mientras se desnudan, y saber que ellas saben, que nos ven y nos ignoran, y sonríen sin dirigirnos la mirada, mientras se pasean lentamente por la habitación, y se acarician, y mueven el pelo infinito, siempre infinito, y se visten de espaldas para enseñarnos todas las esquinas de sus huecos, y nos invitan a reventar los cristales y caer de rodillas, en silencio, mientras ellas se saben dueñas de nosotros, los salvajes domados por sus ojos mucho antes de ni siquiera saber que color tenían. Dueñas del mundo. Dueñas de nosotros.



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