(viernes 25 de julio – Varanasi)
Fotografías
Camino, camino, fotografío. Camino, camino, fotografío. Camino, camino, tomo un chai. Camino, camino, siesta. Camino, camino, busco una sombra en un crematorio. Hablo con un americano gigante. Camino, camino, me siento. Camino, camino, veo a dos namastés occidentales que andan descalzos y disfrazados de namastés, un chico y una chica veinteañeros, a los que un indio pequeño grita y empieza a golpear con el dedo la cabeza del chico, y él, con las manos en forma de rezo, diciendo «paz, paz», hasta que yo me acerco les saludo como si fuéramos amigos, y el indio se calma un poco al ver mi tamaño y mi camisa de persona arreglada y se va. «Gracias», me dicen, ella alemana, él australiano. «Aquí somos turistas», les digo. Camino, camino, me encuentro a la pareja de la estación de Haridwar sentados en un ghat. Cenamos juntos. Se acabaron las fotos.
Vacas
No soy una persona a la que le den miedo ni los animales ni los insectos en general. No me asustan las arañas ni las cucarachas, ni las ratas ni las serpientes. Me alejo de los perros que se rascan, y no acaricio a los gatos porque me molesta esa manera tan femenina de contornearse y hacerse los interesantes. Pero tengo que reconocer que me dan miedo las vacas.
Cada verano, de niños, íbamos a pasar las vacaciones a la casa de los abuelos de Galicia. Viniendo de la ciudad, pasar tantos días en una aldea en mitad de la nada, nos asalvajaba y enloquecía. Los tres hermanos nos pasamos el día en bicicleta por los caminos de barro o saltando en la montaña de estiércol. Robando manzanas verdes o apedreando a las gallinas de mi tío Lucho.
Casi cada día íbamos a donde mi tía Celsa, caminando los 2 km que separaban su casa de la nuestra, entre eucaliptos que al crujir con el viento emitían un sonido como el de un hueso a punto de partirse. Mi tía, que era granjera y tenía vacas lecheras, nos enseñaba a entender el entorno rural. Nos llevaba con ella a pastar las vacas; a dar de comer a los cerdos y a las gallinas; a sacar agua del pozo; a limpiar en el río las tripas del cerdo tras la matanza; a llenarlos de zorza y hacer chorizos; a plantar patatas; a cortar la hierba del prado.
Pasábamos mucho tiempo dentro de la cuadra, y mi tía siempre andaba preocupada por que nos hiciéramos daño con las hoces, los rastrillos, las maderas viejas, y las propias vacas, que nos podían dar una patada si las asustábamos. Yo, hiperactivo como era, no paraba de andar pegando saltos por todas las esquinas y tocarlo todo, hasta que una tarde, al pasar por detrás de una de las vacas, me dio un coletazo en la cara. Tanto asco me dio sentir la mierda en mi boca, que me puse a llorar y a correr por toda la cuadra gritando «¡la vaca me ha dado una patada!».
Hasta entonces nunca me había parado a pensar en que las vacas primero cagan levantando la cola, para luego sentarse en su propia mierda. Desde entonces les tengo miedo y no me acerco a ninguna de ellas. Y mucho menos desde atrás.
En Varanasi las calles de la parte vieja con un laberinto de callejones estrechos de apenas un par de metros de ancho, en los que hay kioskos de tabaco, comida y dulces, motos pitando, bicis y templos. Y vacas. Muchas vacas. Vacas que van cagando en cada esquina, sin que nadie, con una bolsa de plástico en la mano, las recoja. Están paradas en cada calle comiendo basura o en las intersecciones, o en durmiendo en la carretera. Muchas no tienen dueño, son libres. Y todas ellas tienen cola y moscas alrededor. Cada vez que veo a una siento escalofríos y tengo que contenerme, respirar hondo e intentar pasar despacio y lo más alejado posible del culo. No quiero que una de ellas me dé un coletazo y los indios me vean salir corriendo y gritar «¡la vaca me ha dado una patada!»
Tampoco me gustan los caballos, pero eso es otra historia.
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