(miércoles 23 de julio – Haridwar)
Tren
Estoy sentado en un asiento de escai rojo, como el que había en casa cuando era niño, y al sentarte en verano sin pantalones la piel se quedaba pegada y al levantarse hacía un flush como si algo se arrancara del cuerpo, en un tren de hierro y madera que me lleva de Amritsar a Haridwar en 7 horas.
Hay vendedores de agua, refrescos y zumos. Empanadas masala, sándwiches y patatas chip. Un niño vende unos muñecos que se tiran a la pared y bajan resbalando como un spiderman. Un padre en el asiento de atrás besa a su hijo y le canta nanas. El niño deja de llorar. Un hombre con bigote pasa con una jarra de metal gigante ofreciendo chai.
Hablan por teléfono, suenan canciones indias en los tonos de llamada, se reciben y mandan mensajes con ese sonido como de abrir una botella de cristal con un tapón de chapa. Algunos leen el periódico. Alguien cruza el pasillo con una pieza de hielo gigante.
Llueve fuera y en las ventanas las gotas condesadas. Me adormilo.
Haridwar
Salgo de tren y las nanas y los besos del padre, las canciones de los teléfonos y el sofá de escai de mi infancia desaparecen y se convierten en un millón de cuerpos tirados en el suelo, mil millones más en masa por la calle y una humedad por la que se puede nadar. «Yo solo estoy de paso», pienso, mi destino es Rishikesh. Un rickshaw me lleva a un lodazal donde hay cientos de autobuses con los conductores durmiendo en los asientos y que es la estación de autobuses de la ciudad. Comienza a llover, esa lluvia que no se ve pero está, noto las gotas calientes en la cara, y veo como la mochila se va llenando de agua. Voy preguntando a todo el mundo «¿Rishikesh, Rishikesh?», todos niegan y me señalan a otro lugar. «¿Rishikesh, Rishikesh?», y a otro lugar. Me hace señas un señor mayor para que me acerque y me dice que no hay autobuses porque la carretera está cortada por la fiesta. «¿No buses?», «no», «¿tren?», «sí».
Otro rickshaw a la estación de trenes. Caos, hay que mirar al suelo para no pisar a nadie. Cola, en las taquillas, estoy empapado del sudor, y sigo cargando con mis dos mochilas. Mi turno. «¿Rishikesh?», me da un papel, «¿Hora?», «Enquiry», me dice. Voy una ventanilla que pone «Enquiry» y aquí no hay cola, es al más puro estilo chino: empuja y mete el morro hasta que te hagan caso. Tras superar el miedo a hacer daño a alguien con mis 15 kilos de equipaje que sigue estando encima mío, consigo averiguar: 18.50. Son las 2 de la tarde. Salgo de la estación, esquivo los que ofrecen hotel, cruzo la marea de gente y me meto en un bar a por la primera comida desde las 6 de la mañana. Pido lo que sea, «not spicy, please». Me traen un plato. Picante del que te deja la boca muerta. Me cago en la puta, que hambre estoy pasando.
La casualidad Maña
Un julio, después de unas Vaquillas, estábamos Carlos y yo en el pueblo junto con unos pocos jubilados y los chicos de La Aldaba, que por aquella época llevaban el bar, el restaurante y el hotel. Habíamos comido una paella que había hecho Jose en el descampado al lado, y estábamos ya con los cortados y el pacharán, cuando aparecieron en un coche una pareja de ingleses. Después de visitar Albarracín habían decidido dar una vuelta por la sierra y perderse en las carreteras, y habían llegado hasta el bar de nuestra plaza para tomar un café.
Calentitos como iban los del pueblo, ver a esos extranjeros que no sabían nada de castellano, totalmente desubicados, les fascinó. Les ofrecieron, además de los cafés: orujo, vino, cerveza, cortezas de cerdo, y todo lo que iban encontrando: olivas, queso, patatas de bolsa, más olivas, cacahuetes. Pusieron música, y en algún momento ese jubilado que siempre viste con un mono azul y gorra verde y del que nunca he sabido el nombre porque nunca en mi vida he hablado con él, se subió a una silla y empezó a bailar.
La pareja de ingleses se fueron cuando ya había anochecido. Seguramente aún hoy, se acordarán de aquel día, sin