Fue en un verano en Berlín. Celebrábamos el segundo cumpleaños de Kai, el hijo de mis amigos Koen y Karen, en un parque entre los edificios de Friedrichshain. Los amigos iban llegando con sus hijos igual de pequeños y dejaban los dulces, los bocadillos y los regalos sobre la sábana que cubría la hierba. Kai, ajeno a toda esa actividad alrededor de él, se entretenía con los papeles brillantes que envolvían los paquetes. Aplaudió cuando le cantaron el “Zum Geburtstag viel Glück”, el cumpleaños feliz en alemán, sin entender del todo de qué iba todo eso y sin saber que la fiesta era para él. Aún no era consciente de que a partir de ese día su vida dejaría de resumirse en meses y pasaría a contarse en años, que a partir de ese día su tiempo se mediría con un número. Empezaba a contar su edad. Se acababa de activar el cronómetro que suma días y que resta, segundo a segundo, lo que queda de vida.
¿Cuándo somos conscientes de que además de un espacio tridimensional hay un tiempo? ¿Cuándo sabemos que cada 12 meses cumplimos un año más en nuestras vidas? A los 24 meses la capacidad de comprensión del ser humano no entiende de tiempos. No sería hasta el año siguiente, al celebrar Kai su tercer aniversario, que quizás entendería por primera vez que todo eso de soplar las velas y las canciones y los regalos y la comida en el parque se va a convertir en una rutina anual porque es su «cumpleaños». La vida dividida en pasado, presente y futuro. La sociedad agrupada y catalogado por el número de años que tienes, las generaciones etiquetadas con el año en el que nacieron. Los números como una regla que marca qué debemos hacer y cómo debemos sentirnos según el año que cumplamos. Un número que decide quién entra y quién sale y decide si podemos o no tomar nuestras propias decisiones.
A partir de los 3 años todos queremos que pase un año más. Queremos cumplir 4 y luego 5. Llegar a los 12 y a los 13. Atravesar, por fin, los 18 y ser mayores de edad. Entrar en los 20 y seguir viviendo como si fuéramos inmortales y eternos hasta llegar a los 25. A partir de ahí todo se vuelve oscuro. Ya no queremos cumplir ningún año más, queremos plantarnos en los 25. Empezamos a asustarnos al llegar a los 28 y tememos cercanía de los 30. Llegó el futuro y el desconcierto y todo se acelera. Luego llegan las crisis: la de los 40, la de los 50 y la de cada decena hasta llegar a los 80. Ya somos ancianos y de pronto volvemos a recuperar el espíritu de la infancia y volvemos a desear cumplir un año más. Celebramos los 81, los 82, los 90, y alardeamos de cada incremento porque seguimos estando vivos. Volvemos a sentir que solo hay presente, no existe más el futuro. Hasta que un día el número no volverá a cambiar y todos aquellos que nacieron antes que nosotros nos acabarán alcanzado y nosotros ya no estaremos ni para lamentar el paso del tiempo ni sus achaques.
Es algo de nuestra sociedad. No en todas las culturas manejan los números y el tiempo de la misma manera que lo hacemos nosotros. Los islandeses, por ejemplo, aplican a los números del 1 al 4 un matiz parecido al de los colores. Es una característica, no una cantidad. Cada número junto con el objeto significa algo diferente. Del 5 den adelante se utiliza un sistema numérico equivalente al nuestro. El número 4 como tal tiene una palabra propia, fjórir, pero «cuatro ovejas» son fjórar. Cualquier objeto tiene una palabra propia para referirse a la cantidad. Hay una palabra para «un teléfono móvil» y otra palabra para «dos teléfonos móviles». Los islandeses no han desarrollado su idioma para ser diferentes y complicar el aprendizaje al resto del mundo. En realidad son lógicos: el ser humano solo es capaz de contar instintivamente hasta el número 4. Más es un esfuerzo intelectual.
En otras culturas solo existen los números que tienen un uso palpable. Existen números pequeños para contar objetos que se pueden ver. El cerebro humano no está preparado para cuantificar grandes cantidades de objetos. Si mostramos a alguien un cubo lleno de canicas y preguntamos cuántas cree que hay dentro será imposible que acierte con un número aproximado. Puede decir tanto 5.000 como 10.000 o 1.000. En las primeras fases del desarrollo del ser humano, en la prehistoria, nuestro cerebro carecía de las neuronas necesarias para contar unidades que en la vida cotidiana de la selva y de la estepa no tenían utilidad. Con el paso de los siglos el cerebro ha tenido que utilizar neuronas que se dedicaban a otros tareas para “entender” las grandes cantidades. Los kpelle, un grupo étnico de Liberia, en su lengua solo cuentan hasta 50 y a cualquier otro número mayor le llaman “cien”. Están convencidos de que contar personas trae mala suerte. En su sociedad no es ético cuantificar exactamente nada.
Los “Amondawa” son una tribu del Amazonas de Brasil. Hasta el 1986 no se sabía de su existencia. En su lengua y en su cultura no tienen ni horas, ni días ni meses. Diferencian entre la secuencia “la luz (Ara, claridad)” y “la oscuridad (Loutana-him, negro intenso)” y entre “el sol (Kuaripe)” y “la lluvia (Amana)”. Su vida se desarrolla en «etapas» y en cada una de ellas pueden cambiar el nombre con el que se les conoce. No cumplen años ni hablan de tener una edad concreta, viven según un “tiempo de eventos”. Solo cuentan hasta cuatro porque no necesitan más números.
Por que la lengua es cultura y la cultura define la lengua. Desearía vivir en un mundo que no se rigiera por los números ni por las horas, que no se catalogara a las personas según los años que han vivido. Me gustaría que solo importaran los eventos cotidianos: noche, luz, lluvia, sol, y que los verbos no tuvieran conjugaciones de tiempo.
Pero a pesar de mi deseo, no puedo dejar de pensar en el paso del tiempo y en el número de los años que he vivido. Envidio a los adolescentes y los veinteañeros, pero lo no hago por la juventud, ni la piel, ni la energía inacabable, ni la sorpresa constante del descubrimiento, ni tampoco por el número de primeras veces que les quedan por llegar. No envidio a los menores de 25 por que no piensan en el futuro, ni porque se saben inmortales, y su presente se alarga como si una hora fueran días, ni porque todo es aquí y ahora. También envidio a Kai cuando aún no sabía que su reloj empezaba a contar, y cuando aplaudía al escuchar “Zum Geburtstag viel Glück”, pero no lo hago porque va a esperar cada año más con la ilusión de encontrar una tarta llena de velas.
No. Lo que más envidio de todos ellos, por encima de cualquier otra cosa, es que todavía no tienen pasado.
Una reflexión colosal.