Los abandonados

Todos los lugares tienen alguno de tus nombres. Cada banco de cada parque; aquel árbol; este bar. Todos los portales siguen esperando a ser abiertos para que entremos dentro. Todavía flota en el aire el olor de tu pelo al salir coriendo. Aún siguen volando sobre los tejados las promesas que nos hicimos; los secretos que nos susurramos; las mentiras que nos contamos para no hacernos tanto daño.

¿Por dónde andarán los chicos? ¿Aún siguen las chicas derritiendo con la sonrisa? Fuimos realidad por un breve espacio de tiempo, apenas una vida entera. ¿Dónde se esconderán los chicos? ¿Las chicas siguen siendo tan hermosas?

Te odié por lo que pudo ser y no llegó a ser del todo. Os odié por cada abrazo de despedida y por cada beso de reencuentro. Os odié por seguir apareciendo como sombras entre los edificios de las calles por las que ya no camino. Os odié porque cada vez que regresé quedaba algo de todos nosotros en las aceras. Os odié por desaparecer, pero nunca del todo.

Te odié cuando regresé a los bosques y los que jugaban en la hierba no éramos nosotros. Nuestro rincón estaba lleno de otros rostros que no eran los vuestros y contaban otras historias que no eran las nuestras. Os seguí odiando cuando no os encontré al girar las esquinas; cuando la ciudad era solo una tumba de cadáveres y juguetes rotos. Tuve que aguantar las ganas de llorar cuando al mirar a la ventana había otra gente fumando y el humo no salía de nuestros labios. Eché de menos nuestra forma salvaje de discutir y nuestra incapacidad de llegar a ningún acuerdo, odiándonos más de lo que jamás nos habíamos querido.

Y me pregunté una y mil veces qué había pasado, dónde habíais ido, por qué ya no estabais allí, por qué os habíais marchado sin dejar una despedida en el buzón. Y comencé a correr, y corrí y corrí sin llegar a ninguna respuesta. Hasta que, exhausto, llegué de nuevo a la frontera de una ciudad que nunca había sido la mía. Y justo antes de subirme al tren comprendí, mientras se cerraban las puertas y las luces anaranjadas emborronaban los cristales, que era yo el que os había abandonado. Que era yo el que se había marchado sin decir adiós por el miedo a no volver a echarte de menos y acabar sintiendo solamente odio.



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