Había quedado en el piso con la inmobilaria, y con el dueño, una tarde de la primera semana de septiembre, para devolver las llaves y finalizar el contrato de alquiler de Casanova 72. Nano me acompañaba, coincidiendo con una visita a Barcelona, para mirar por última vez el piso que habíamos compartido algún tiempo atrás. Brindábamos por los buenos recuerdos en uno de los balcones con una cerveza, cuando el dueño, que inspeccionaba cada rincón con su mujer buscando alguna excusa para quedarse con la fianza, me llamó al encontrar unas bolsas que me había dejado olvidadas en la habitación sin ventanas que hacía de armario gigante, y que había sido la habitación de Andreas por algunas semanas. Al sacarlas al pasillo y abrirlas descubrí que eran las pelucas.
Las últimas seis semanas las había pasado vaciando el piso. Había tomado dos decisiones importantes: la primera era que iba a hacerlo yo solo, sin que nadie me ayudara; y la segunda, y la más importante, era que iba a tirarlo todo. Iba a enfrentarme en soledad a todos los fantasmas de los últimos nueve años, a todos los que se fueron dejando algo de ellos en las ventanas que nunca acabaron de cerrarse por completo. Quería prender fuego a cada objeto de lo que casi pudo ser, pero no llegó a serlo nunca del todo. Por fin iba a ser yo el que se marchaba, cansado de ser el que siempre se quedaba esperando. Iba a destruirlo todo para que ya no quedaran puertos donde amarrar mientras pasaba la tormenta. Una nueva página en blanco.
Empecé por las habitaciones compartidas. Tiré las camas, los armarios de plástico y los escritorios. Vacié la cocina. Los vasos, los platos y los cubiertos. Ollas y sartenes. Todas las especias del armario, las latas de los lotes de Navidad que nunca habíamos abierto. Las bolsitas de té de cuando quisimos aparentar ser místicos. Los envases vacíos que alguien decidió que servirían para algo.
Entonces encontré las tazas con nuestros nombres. El suyo se estaba borrando. Monté una caja de cartón con las palabras “FRÁGIL. SE SALVA” y las metí dentro. Acepté que habría algunas cosas de las que no podría deshacerme. Ordené todos los libros en 25 cajas más y rogué a mis padres que me las guardaran. Desmonté todos los marcos de las paredes y guardé las fotos en tres álbumes. Salvé el ordenador del estudio de música; los cables; los micros; las guitarras; el piano. Los baules, sin atreverme a mirar lo que había dentro, los llevé a casa de Juanan.
Metí sus cosas, y un cuento, en tres cajas de cartón y las envié al norte. Llevé mi cama, la ropa y el muñeco Michelin de cartón, Miguelito, al piso de Andreas donde iba a quedarme hasta decidir que iba a hacer a continuación.
Cada jueves, el día de la recogida de trastos del barrio, bajaba todo lo que había desmontado y metido en bolsas. Y cada jueves aparecía la misma furgoneta con graffitis que iba cargando todo lo que yo dejaba, y me preguntaban si había más, y yo siempre respondía que sí, que la próxima semana habría más.
Llegó la última semana y solo me quedaba por vaciar la habitación sin ventanas que hacía de armario gigante, y que había sido la habitación de Andreas por algunas semanas. El jueves bajé las últimas bolsas, y, al preguntarme el de la furgoneta si habría algo más la semana siguiente, dije que no, que ya no quedaban más fantasmas. Me dio las gracias, me deseó suerte y se marchó con un pistoletazo del motor y escupiendo un humo negro. Regresé al piso. Me lavé la cara y me cambié la camiseta sudada. Miré por las ventanas del salón, que nunca acabaron de cerrar del todo, dije adiós y cerré la puerta, sin saber que aún quedaban unas bolsas en el armario gigante, y que había olvidado bajar. Las pelucas.
La primera vez que usamos pelucas fue en el cumpleaños de Iñaki, en el año 1997 o 1998. Iñaki vivía en Gràcia y había organizado una fiesta de disfraces en su piso. Juanan, Carlos y yo decidimos vestirnos de enfermeras, de las que salían en las películas porno con minifalda. Nos afeitamos y maquillamos y salimos a la calle con nuestras melenas falsas. Juanan parecía un travestí, Carlos una vieja artista de cabaret retirada y yo una mezcla entre mi tía Carmen y mi madre.
Aquella noche nos cuidaron todos los hombres. Nos gritaron «¡guapas!. Nos dieron besos en la mejilla y en la boca. Nos dejaron entrar gratis en las discotecas. Carlos, con una pistola y una liga en el muslo y con los morritos apretados en forma de corazón, se pasó la noche lanzando disparos de amor. Nos hablamos en femenino y usamos el lavabo de las chicas. Y a nadie le pareció raro.
Desde aquel día decidimos que siempre que pudiéramos nos disfrazaríamos de mujer, afeitados, maquillados y con pelucas nuevas. Juanan siempre pareció un travestí, Carlos una vieja artista de cabaret retirada y yo una mezcla entre mi tía Carmen y mi madre. Siempre nos llamaron guapas y siempre nos cuidaron todos los hombres.
El dueño no encontró ninguna excusa para quedarse con la fianza. Firmé el final del contrato con la inmobiliaria y les di la copia de las llaves. Salí con Nano de la portería con los envases vacíos de las cervezas y las bolsas de plástico en la mano. En la calle un grupo de tipos grandes pelados, con barba, gafas de cherif-lobo, camisetas de tirantes blancas, bermudas claras, cachas y tatuados, entraban en el bar de osos del edificio de al lado. Caminamos hacia la esquina de Consell de Cent y dejé las pelucas a un lado del contenedor de la basura.
-¿No te las quedas? -preguntó Nano.
-No -respondí-. Esta vez soy yo el que se marcha.
Buenísimo! Imposible dejar de sentir un poco de tristeza. O es que estoy resfriado y es invierno