La hoja de papel, una cuartilla, estaba doblada sobre la mesa del bar. Había pasado toda la noche sentado en la misma mesa, con varios amigos de amigos a los que apenas conocía. Una cantante amiga de uno de los amigos de mis amigos había cantado algunas canciones acompañándose de un piano de pared. Habíamos tomado vino, charlado entre canción y canción, salido a fumar, desaparecido en el baño, y regresado siempre a la misma mesa sobre la que, podría haber jurado, no había habido en ningún momento un papel doblado. Pero allí estaba ahora y al desplegarla descubrí que se trataba de una carta.
Llevo un rato queriendo escribirle y contestar a su último e-mail. Al mismo tiempo, me parecía mejor hablar con usted y decir lo que tengo que decirle de viva voz. Por los menos esto quedará ya escrito.
Como ya sabe, últimamente me he sentido mal. Como si ya no fuese yo mismo en mi propia existencia. Una especie de angustia terrible contra la que poco puedo hacer salvo avanzar a toda prisa en un intento por dejarla atrás, como he hecho siempre.
Cuando nos conocimos, puso una condición: no convertirse en la «cuarta». He respetado el compromiso: ya hace meses que dejé de ver a las «otras», puesto que no tenía forma de seguir frecuentándolas sin convertirla a usted en una de ellas.
Creía que eso sería bastante, creía que el quererla yo y el quererme usted bastaría para que la angustia que me empuja siempre a buscar en otros lugares y me impide por siempre jamás estar tranquilo y sin dudarlo ser simplemente feliz y «generoso» se calmase con su presencia y con la certeza de que el amor que me aportaba era lo más beneficioso para mí, lo más beneficioso que haya conocido jamás, como bien sabe. Pensé que escribir pondría remedio, que disolvería mi «intranquilidad» y me permitiría ir a su encuentro. Pero no. Me siento aún peor, no puedo ni decirle en qué estado me encuentro. Así, esta semana, empecé de nuevo a llamar a las «otras». Sé lo que eso significa para mí y a que ciclo me arrastrará. No le he mentido nunca y no estoy dispuesto a empezar a hacerlo hoy. Al principio de nuestra relación, usted había anunciado otra regla: que el día en que dejásemos de ser amantes, no se plantearía volver a verme. Sabe hasta qué punto esta imposición me resulta desastrosa, injusta (puesto que sigue viendo a B., R., …) y comprensible (evidentemente…); de modo que no podría nunca convertirme en amigo suyo.
Pero hoy, el hecho de que acepte plegarme a su voluntad, a pesar de que echaré terriblemente en falta verla, hablar con usted, aprehender su visión de las cosas y los seres y su dulzura conmigo da cuenta de la importancia de la decisión que tomo.
Pase lo que pase, tenga presente que no dejaré de amarla de ese modo que me es propio como lo hice desde que la conocí, un modo que seguirá vivo en mí y, estoy seguro, no morirá.
Pero hoy, sería la peor de las farsas tratar de prolongar una situación que, lo sabe tan bien como yo, ya no tiene remedio por respeto al amor que le tengo y al amor que me tiene y que me obliga ahora a ser franco con usted, como un último tributo a lo que compartimos y que será, por siempre, algo único.
Me hubiese gustado que las cosas fuesen de otro modo.
Cuídese mucho.
X
Al terminar de leerla pregunté a los que estaban en mi mesa si la carta era de alguno de ellos. Todos dijeron que no. Pregunté si había alguien en el bar que se llamara Sophie, o si alguien con ese nombre había pasado por allí esa noche. Nadie conocía a nadie que se llamara de esa manera. Volví a leerla. Sentí que la carta la podía haber escrito yo. Que habían Sophies en mi vida de las que nunca había acabado de despedirme y que esas mismas palabras podían haber sido las mías.
Pensé que quizás fuera un relato. Alguien que escribía cuentos y que había decidido abandonarlos en lugares insólitos para que cualquier desconocido los encontrara y los hiciera suyos. La volví a doblar, la guardé en un bolsillo y continué bebiendo vino, charlando con los amigos de mis amigos, saliendo a fumar y desapareciendo de nuevo en el baño, con la sensación haberme despedido de Sophie.
Hace algunos días poniendo orden en mis libretas y carpetas la carta volvió a aparecer. Volví a sentir de nuevo la misma sensación de familiaridad, como si aquellas palabras fueran las mías. Pero no lo eran, así que decidí buscar el primer párrafo en Google a ver qué encontraba. Google, que todo lo sabe, me desveló el misterio.
La carta había sido real: un email enviado a Sophie Calle, una artista francesa cuya obra habla de la intimidad, de su intimidad. Era una carta de ruptura, de despedida, y Sophie no había entendido la ironía del final, ese “Cuídese mucho”. ¿Era un adios definitivo? Le dolía y no sabía cómo responder. Pidió a 107 mujeres que la leyeran en voz alta, y de esta manera poder entenderla. Cada una de esas 107 voces la interpretó de una manera diferente: con drama, sin drama, con liberación, con pena, de una manera filosófica, de una manera psicológica, de una manera humana, de una manera fría. Sacó fotos, grabó vídeos. No buscaba venganza, solo quería entender. Al proyecto lo llamó “Prenez soin de vous”, el “Cuídese mucho” en francés en el que había sido escrito el email original. Lo expuso por primera vez en la Bienal de Venecia.
La “verdad” mostrada por Google destruyó de golpe la existencia de un ser anónimo que iba abandonando sus relatos y cartas por los bares de la parte vieja de la ciudad, y explicaba porqué no había vuelto a encontrar ningún cuento ni ningún poema más, por mucho que hubiera estado revisando todos los papeles doblados que encontraba sobre las mesas.
Pero no me importó, aquella carta, por mucho tiempo, había servido para despedirme de mi propia Sophie, a la que, como le sucedía a X, no encontraba la forma de decir adios.
En mis carpetas, además, encontré mis propias cartas no enviadas. Aquellas que empezaban con un nombre, intentaban encontrar una explicación y acababan con un “cuídate”, “nos veremos pronto” o un “hasta siempre”. Frases banales escritas por una persona normal que no sabe como terminar con la angustia. Que Google me haya destrozado el sueño de una especie de inadaptado que escondido en un disfraz de persona corriente vaya soltando despedidas en los bares no quiere decir que no haya existido, que no exista o que no vaya a existir jamás.
Así que he decidido copiar esas cartas que nunca me atreví a enviar en cuartillas y abandonarlas en las mesas de los bares, dentro de libros seleccionados al azar en las librerías y bibliotecas que visito, con la esperanza de que otra persona corriente encuentre en ellas las palabras que no supieron decir o que no se atrevieron a enviar. Y quizás alguien encuentre en ellas la explicación que nunca le dieron a un abandono. Porque la mejor forma de decir adiós es despidiéndose, aunque sea con un irónico “Cuídese mucho”.
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