Redes Sociales

Este texto es parte de un diario de viaje que empieza aquí.

Viernes 29 de junio del 2018

Casi las seis de la tarde. Es la primera vez en todos estos días (ya van doce) que me siento a escribir tan tarde.

Hemos salido a correr o, mejor dicho, a caminar rápido otra vez como los ancianos a los que aconsejan dos horas de paseo diario para mejorar la circulación y mantener un corazón joven. Hemos tomado el café y un croissant en otra terraza diferente, en una plaza con una iglesia en una parte más a sur de lo habitual. Nos sentimos exploradores saliendo de nuestra zona de confort.

Después no sé muy bien qué ha pasado para llegar a esta hora de la tarde y no haber hecho nada. Nos hemos dado un baño en la playa y nos hemos tumbado al sol; hemos caminado hasta la cafetería de ayer para ver si estaba mi bañador, que lo he perdido; no estaba; hemos comprado pan y algunas cosas pequeñas; al llegar a casa he preparado unos bocadillos de frankfurt para un segundo desayuna; hemos escuchado canciones de “Vetusta Morla”; he cocinado al mediodía pasta con salsa de restos de la verdura que quedaba en la nevera; siesta; casi las seis; nada más.

Ya no hay novedad, ya nada es extraordinario. Cualquier acción repetida un determinado número de veces se convierte en costumbre y deja de sorprender. El tiempo pasa más rápido, al igual que al principio, cuando eran nuevas, pasaban a un ritmo más pausado. Una constante necesidad de búsqueda de impulsos que nos sorprendan. La huida de la rutina es agotadora.


Hemos subido a la terraza a grabar más vídeos. No lo hemos conseguido. Todo fallaba. O yo no le había dado al botón de la cámara o Lucas olvidaba la letra. Ha habido que detenerse y reflexionar. Tenemos un montón de material y ya podemos dejar de grabar canciones. Ya ha dejado de ser divertido y es siempre lo mismo. Con lo que hemos montado hasta ahora tenemos para todo el verano. Es el cierre oficial de “A la Intemperie”.

Salgo al chino a comprar atún y queso para hacer unos bocadillos. Hoy no puede dejar de comer. De pronto estas cuatro calles me resultan propias, tengo una intensa sensación de familiaridad.

Me golpea una ráfaga de melancolía adelantada, me quedan un par de días y siento que se acaba este viaje. En todos los días apenas he salido de estos dos metros cuadrados, un micromundo para nosotros con nuestros protocolos. Ya lo estoy empezando a echar de menos. Comienzan las despedidas.


Nos comparten un vídeo en el que sale una chica argentina rubia y muy sexy , todo en ella es desmesurado. En el vídeo la chica se cierra un chaleco con el escudo de Capitán América mientras explica, mirando a la cámara del teléfono, que el novio ha salido de casa hace dos días y sospecha que le engaña, así que se convierte en “Capitán Celosa”. El que le está grabando, un tipo, baja la cámara y apunta a lo que viene siendo la carne y la piel que cubre el pubis (poéticamente hablando: el coño). Con los elásticos se le marcan un par de montañitas con una línea en medio.

El tipo le dice:

—Capitán Camello, mirá la pezuña que tenés.

Y se corta el vídeo.

Buscamos a la Capitán Celosa en Internet y encontramos su cuenta de Instagram, donde se dedica a hablar de su pelo, mostrar los rincones musculados de su cuerpo y a hacer bromas con un novio cachas y tatuado, el que quería salir a buscar, suponemos.

Según la descripción del perfil es youtuber, pintora y artista plástica. Cada vez que comparte una foto dibujando, su culo es lo que queda en primer plano y muy de fondo, el cartón con los cuatro trazos de color. Se peina: sale el culo; cocina: enseña el culo; hace una figura de barro: culo. Y por supuesto ahí estamos nosotros alineados junto al grupo de babosos que envían comentarios de “sos relinda”. A punto estamos de enviar un comentario con la palabra «diosa». Nos sentimos tan rastreros que no lo hacemos, más por la imagen que tenemos de nosotros mismos que por falta de ganas de hacerlo.

Estamos atrapados en las redes sociales y seguimos navegando en los perfiles de músicos y amigos. Todo el mundo es un ganador, todo el mundo tiene fotos geniales, chicas geniales, canciones geniales, poesías geniales, «sorpresasorpresita y hasta aquí puedo leer», «me muerdo la lengua para no compartir con vosotros esta genialidad que está a punto de suceder», «gracias a vosotros por lograr esto», y un montón más de frases del libro de autoayuda y motivación que te regalan en el McDonnalds al pedir un menú infantil. Tenías que elegir entre la figurita de los Minions o el volumen #1 de “Eres el mejor y que nadie te diga lo contrario. Capo. Crack.”. Y elegimos el libro, por supuesto, porque nadie es más campeón que yo, porque la vida son unas largas vacaciones y una fiesta constante donde todo, absolutamente todo lo que hago, merece la pena ser compartido y observado por perdedores y babosos como tú. Como yo.


Es medianoche. Me voy a dormir sumergido en una depresión con ganas de lanzar un veneno en al aire que borre a todos los seres humanos del mundo y que solo quede un lugar hermoso sin nadie que lo pueda fotografiar ni manipular con filtros ni programas de diseño. Me meto en la cama sintiendo que todo lo que he hecho en mi vida: música, cuentos, fotografías, mi profesión, mi trabajo, mi casa; todo lo que he hecho no vale absolutamente NADA.



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