ELLA:
Tengo que dejarte ahora.
Voy a ir hacia aquella esquina y girar.
Debes quedarte en el coche y alejarte.
Prométeme no mirarme más allá de esa esquina.
Solo aléjate y déjame…
como yo te dejo.ÉL:
De acuerdo.ELLA:
No sé cómo decir adiós.
No se me ocurre ninguna palabra.ÉL:
No lo intentes.Y después de los abrazos, su falda girando la esquina y el vacío.
«Vacaciones en Roma», William Wyler, 1953
Hubo más piel en la piel que no tocaron que en dos cuerpos exhaustos después de arañarse la espalda.
Recordarían todos y cada uno de los besos que no se dieron, aceptando con un leve movimiento de cabeza, porque los que sí existieron fueron únicos, reales, la hermosura de lo irrepetible y de lo auténtico, que revivirían y reinventarían como se reviven y reinventan los veranos muertos del despertar de la inocencia. Sentirse tan cerca en un espacio irreal en el que nunca llegaron a estar del todo. Solo la memoria y la certeza.
Cada abrazo significó diez años de caricias, el aliento encerrado en un cuarto con la cama desecha y un sofá. Soñando con el aire de las ventanillas abiertas en el viaje que no compartieron. En una huida con billete de vuelta y fecha en el calendario.
Las horas que no sucederán serán menos que los segundos que se esperaron, ella de pie frente a una bañera y él llenando las copas de vino. Segundos como piezas de un tesoro que esconder en una cueva de Alí Babá, él sabiéndose mentiroso y ella sin decir toda la verdad. Reina en un reino que no le pertenece, ladrona del deseo y los sueños del hombre tramposo que solo quiere robar unas horas para apostar en una partida que sabe que jamás va a ganar.
Y aún así, en el espacio infinito del interior de un coche, ella tuvo que decirle que tenía que marcharse, que debía dejarle, con un giro de la cabeza, que iba a ir hacia allí, con un leve movimiento de los ojos, hacia la reja del palacio. Que iba a doblar la esquina, aquella de allí, sí, justo esa, y que él no iba a moverse, en el coche, aferrando el volante, quieto primero y alejarse después. Prometerle que no iba a mirar, que no iba a guardar unas últimas imágenes de ella corriendo hacia la esquina, hacia esa esquina, y que no iba a verle girar, porque ella no quería que lo último que él recordara de ella fuera el movimiento de su falda y el baile de sus piernas al desaparecer. Porque ella también tenía que dejarle, debía dejarle, y así se lo había dicho: «como yo tengo que dejarte«.
Porque la seguridad de que nunca más se iba a repetir ese día y esa noche no dejaba espacio a la esperanza, y regalaba un recuerdo calmado, de pérdida, pero con la certeza de un final. La carretera terminando en un precipicio y las olas golpeando la roca y después solo el vacío.
Dejarse marchar sin llegar a decirse cuánto te amé en segunda persona de singular.
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