Hace algún tiempo escribí un relato en el que explicaba que había conocido la soledad a través de un hombre que lloraba porque echaba de menos a sus hijos. Fue mientras estaba ingresado en la UCI por una conmoción cerebral tras romperme la nariz, y aquél otro paciente llorara desconsoladamente. Cuando me pude levantar y acercar a su cama supe que el llanto era la pena de no ver a sus hijos, porque teníamos que estar aislados. Yo tenía 12 años, y aquella tristeza me sobrecogió y nunca pude olvidar esa sensación de soledad que se me metió dentro. La historia que conté en aquel texto terminaba ahí, con el descubrimiento del significado de la soledad y con ese recuerdo todavía presente infinitos años después. Pero hubo algo más que en el relato no conté.
Cada vez que alguno de los pocos que me preguntan pregunta si volví a saber de ella, respondo que no y me viene a la memoria la película “Dos tontos muy tontos”.
Este viaje necesita un final, un final sencillo, no necesariamente un gran final dramático que nos duela porque ha terminado y todavía nosotros no hemos entendido el mensaje del todo. No tiene que ser un final en el que aguantamos la respiración y nos sudan las manos mientras el personaje de Bill Murray alcanza al personaje de Scarlett Johansson y le susurra al oído "Tengo que irme, pero no voy a dejar que eso se interponga entre nosotros, ¿vale?" y ella responda "Vale". No, no es necesario un final así, un simple final es suficiente. Un hasta pronto, volveré a buscarte, aunque no sea al oído. Una imagen del avión despegando de Catania y algunos textos superpuestos con el nombre de los actores y los técnicos, con alguna canción italiana mezclándose con el ruido de los motores.