Sueño despierto y me dejo llevar por algún relato. Imagino una situación: una señora de unos cincuenta años con el pelo blanco y vestida hippie, se fuma un porro en la terraza de su casa, llena de flores, y la hija, de unos veinte, lee un libro con los pies descalzos sobre la silla.
He bajado a tirar la basura y he mirado si había alguna carta. Como siempre, no había nada. Ni publicidad ni facturas. En el buzón solo está escrito mi piso y mi puerta, pero no indica mi nombre.
Los únicos vídeos que me llegan por Whatsapp y que sigo viendo son los de los negros bailando con ataúdes. El resto: los de las recetas de pan y pasteles; los de ejercicios para entrenar dentro de casa mientras dure la cuarentena; los de discursos recargados de miel y positivismo de desconocidos que me quieren explicar que todo esto es buenísimo para la tierra y para el alma; todos esos vídeos, todos, los lanzo directamente a la basura.
La peonza se tuneaba como los niños personalizamos cualquier objeto que nos perteneciera para diferenciarnos del resto. Las nuestras estaban pintadas con rotuladores de colores y les habíamos clavado chinchetas para darle un estilo apocalíptico de coche de Mad Max. Amábamos nuestras peonzas como si fueran seres vivos; las mirábamos rodar con los mismos ojos enamorados del que ve a una novia danzar.