Caniche gigante
Era nuestro primer sábado ocioso después de habernos mudado al piso de Casanova 72. Estábamos a la altura de un primero, aunque la numeración de la puerta del rellano se leía «Principal«. Carlos de pie en el balcón de la derecha y yo en el de la izquierda. Enfrente la iglesia de un colegio religioso, a la derecha el cruce con Consell de Cent. Tanto Carlos como yo sosteníamos en una mano una taza y removíamos el café con una cucharilla. Despacio. Respirábamos hondo. Relajados, contemplábamos por fin el cielo que en el piso anterior, en el Raval, nos había sido imposible mirar. Nos sentíamos felices por esta nueva vida.
Absorto en la nada, hipnotizado por el ritmo lento de la cuchara dando vueltas al café, sentí un escalofrío, una alarma silenciosa, una vibración casi sólida, que me obligó a mirar hacia el semáforo de la acera de la iglesía y a encontrárme con los ojos de un señor que cruzaba la calle con un caniche gigante de color blanco atado a una correa y que me observaba fíjamente. Con electricidad.
Miré a Carlos que seguía con la misma calma en su balcón, con su taza y su cuchara, y vi en ese momento que tanto él como yo íbamos vestidos con nuestros albornoces de estar por casa. El suyo de un rojo pasión descolorido y el mío rosa. Carlos notó mi mirada y se giró hacia mi. Señalé con un movimiento de cejas al señor con el perro, que ahora le miraba a él también y que además sonreía. En Carlos, con sus zapatillas abiertas por detrás, con los calcetines de tenis vencidos y las rayas roja y azul arrugadas sobre los talones, pude verme a mi, como en un espejo, con mi albornoz rosa, las zapatillas de borreguito y suela de goma y los calcetines viejos, también vencidos.
Paramos de mover las cucharillas, las dejamos caer en la taza. Luego observamos al señor del perro, que ya había cruzado la calle y estaba justo debajo de nuestro portal, mirándonos por turnos y sonriéndonos, con un gesto de «¿y?«. Nos volvimos a mirar a los ojos, Carlos y yo. Sin decir una palabra, nos ajustamos el albornoz estirando de la solapa, nos dimos la vuelta y salimos del balcón.
Los albornoces
Cuando dejé de vivir definitivamente en casa de mis padres, una de las pocas costumbres que llevé a mi nueva vida independiente fue la del uso del albornoz. En mi equipaje llevé el que había usado los últimos años, de un color amarillento sucio, ya viejo y deshilachado por el uso constante como traje de estar por casa. La bata-toalla debía ser de uso habitual en el barrio en el que nos habíamos criado porque Carlos, con el que iba a compartir el piso roñoso, ruidoso y oscuro, pero con encanto, del Raval, al vaciar su mochila sacó un albornoz de color rojo pasión que colgó en el baño al lado del mío.
A los diez meses meses de vivir con la roña, el ruido y la oscuridad, y tras haber acogido a Iñaki en el cuarto que usábamos de basurero, decidimos que había llegado el momento de buscar un nuevo lugar para los tres que fuera más grande, más luminoso y menos ruidoso. La búsqueda resultó más complicada de lo que creíamos en un principio, ya que a la mayoría de los arrendadores no les interesaba alquilar a tres veinteañeros. Ya habíamos empezado a mentir a las inmobiliarias e ir a las visitas acompañados de alguna amiga, cuando visitamos un piso en la Eixample Esquerra en el que el dueño no tuvo ningún problema en alquilar a tres tipos con aspecto de recién salidos de la universidad.
El piso era un principal con 2 balcones a la calle; una terraza en la parte de atrás; 2 salones; 4 habitaciones; 2 baños; y un pasillo por el que podíamos andar en bicicleta. La clásica finca noble de techos altos y suelos de mosaico, con sus 50 años de dejadez, con sus grietas en las paredes, con sus puertas imposibles de cerrar y suelos torcidos, pero con los contadores dados de alta y un calentador y cocina por estrenar. La exacta decadencia y romanticismo en la que necesitábamos vivir. Había comenzado la época de Casanova 72.
Rosa
Una de las primeras compras que hicimos fue una lavadora nueva y grande. En un cesto de mimbre azul amontonábamos la ropa sucia, y cuando alguno de nosotros se acordaba, hacía una lavadora. Antes de llegar a la semana en el nuevo piso, los albornoces de Carlos y mío se habían lavado juntos y el mío se había teñido de color rosa. En aquel momento no me di ni cuenta del cambio de color, y nadie le dio la menor importancia. Y no lo hicimos hasta ese sábado en el que estábamos tomando nuestros cafés en los balcones y un señor con perro que cruzaba la calle nos había sonreído con ojos eléctricos.
Fue en ese momento, al vernos con los albornoces rosa y rojo pasión através de los ojos del señor, cuando fuimos conscientes de porqué había sido tan fácil alquilar el piso. En aquel momento supimos en significado de todas las banderas multicolor que adornaban los comercios del barrio. Entendimos el porqué de un bar de osos en el bloque vecino; el ángel de purpurina dorada y alas que había salido con zapatos de plataforma de la limusina en el cruce. Entendimos el significado de todos esos puntos negros que señalaban lugares de interés en el mapa que nos habíamos encontrado en el portal. Entonces nos dimos cuenta de que en medio de la mayor densidad de puntos estaba la calle Casanova y nuestro bloque. Vivíamos en el epicentro del barrio gay de Barcelona.
Adultos
Ese sábado, el del descubrimiento, al volver a entrar en el salón desde los balconees, abandonamos las tazas a medias sobre la mesa, y sin hablarnos nos fuimos cada cual a su habitación. Trasteamos un rato en los armarios, y regresamos bien vestidos, elegantes, con la camisa de los eventos importantes, una chaquetita de hilo y un fular en el cuello. Volvimos a salir al balcón, ya con el café frío, pero el señor del perro había desaparecido.
Cuando Iñaki apareció en el salón y nos encontró sentados en la mesa. Preguntó qué pasaba y contestamos que nada, mientras melancólicos seguíamos removiendo el café recalentado con las mismas cucharillas sucias.
A partir de ese día los albornoces desaparecieron de nuestra vida y se usaron solo para salir de la ducha. No volvimos a salir al balcón si no íbamos con estilo y bien peinados. Solo nos permitíamos el chándal o el pijama en los momentos depresivos. Nunca llegamos a hablar del significado de aquel día, pero sabemos que fue en ese momento cuando dejamos definitivamente atrás nuestra niñez y nos convertimos, definitivamente, en adultos preocupados de su aspecto.
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