Suéltalo

Lahti

Adrián Solano se ha hecho famoso en las últimas semanas por que ha visto la nieve por primera vez en su vida. Hasta aquí nada excepcional, siempre hay una primera vez para todo y no se habla en la prensa. La principal diferencia con el resto de los seres humanos es que él vio la nieve por primera vez al llegar al “Campeonato Mundial de Esquí Nórdico de Lahti”, en Finlandia, para competir en representación de su país: Venezuela.

Su aventura empieza al llegar a París con 28 € en el bolsillo y la negación de entrada a Europa por parte de las autoridades francesas, que no se creen que es un esquiador profesional. “Me discriminaron por la vestimenta, por mi cara, por mi apariencia”, dirá a la prensa cuando todo haya terminado.

La trama se complica al no recibir ninguna ayuda de su consulado ni de su país, y se las tiene que arreglar solo. Gracias a un presentador de televisión sueco, un tal Valavuori, que monta un crowdfounding y recauda 5.000 €, consigue llegar a Finlandia a las 3 de la madrugada del día de la competición.

La aventura llega a su fin cuando completa los 10 kilómetros de carrera, quedando el último de los 156 participantes, con 40 minutos retraso, y con las voces de los organizadores con las palas en la mano gritándole «Apúrate, apúrate» y esperando para recoger.

Su única experiencia previa al esquí había sido el rollerski, una actividad que se practica con unos patines largos con ruedas, con los palitos como los del esquí y sobre el asfalto. La primera vez que Adrián tocó un copo de nieve fue ya enfundado en su mono naranja a las 7 de la mañana del mismo día de la competición, en Lahti. En la entrevista posterior a la carrera, a la pregunta de si tiene frío, Adrián responderá que sí, mucho, pero «es rico el frío«.

Unas pocas horas más tarde Adrián Solano ya es una leyenda.

No haber esquiado jamás; ni haber visto nunca la nieve; no tener ningún tipo de apoyo; carecer del sentido del ridículo o tener un grandísimo sentido del humor; un vídeo de la hazaña con el título “El peor esquiador de la historia”; decenas de montajes; youtubers opinando; artículos en las principales cabeceras de todos los países. Una gran broma.

Pero nadie, ni los periodistas ni los youtubers, parecen haberse dado cuenta de lo que le debemos a Adrián Solano: gracias a su aventura supimos que se estaba celebrando un campeonato de esquí en Europa, en Lahti, un lugar que nadie sabía ni que existía, ni todavía ahora, semanas más tarde, sabemos si está al norte o al sur de Finlandia.

Moussambani

Porque el mundo no siempre se acuerda de los triunfadores, y nunca olvida a los grandes perdedores. O la victoria es tan habitual que solo conmueve el mayor de los ridículos, propios o ajenos, pasando a formar parte de la memoria colectiva.

Éric Moussambani saltó a la fama en el año 2000 al representar a Guinea Ecuatorial en la prueba de natación de los 100 metros libres en los Juegos Olímpicos de Sydney. Su mérito fue tardar 1 minuto y 52,72 segundos en terminar la carrera, más del doble que el ganador.

Antes de llegar a los Juegos nunca había visto una piscina de 50 metros. Había empezado a entrenar ocho meses antes en la piscina de 22 metros de un hotel.

Llegó al pabellón sin gafas ni bañador. Un entrenador de otro país le dio un par de consejos antes de empezar la carrera, porque estaba temblando de miedo. Iba a competir con Karim Bare de Niger y Farkhod Oripov de Tajikistán. Se colocaron los tres en posición, pero los otros dos se adelantaron e hicieron una salida en falso, quedando descalificados. Él no se había movido, así que se repitió la carrera, y cuando sonó la señal de nuevo, saltó y empezó a nadar como un loco. Estaba solo en la piscina.

A los 50 metros ya no puede más, el público enloquece, aplaude sin parar. Él tragando agua, moviendo los brazos como aspas. Llega al borde, da la vuelta para completar otra piscina. El publico grita, silba, Moussambani va avanzando cada vez más despacio, hasta que llega, por fin, exhausto, al punto de salida. 100 metros. 1 minuto y 52,72 segundos. El récord al revés y el público puesto en pie.

Si buscamos información sobre los Juegos Olímpicos de Sydney siembre aparece Moussambani y su carrera. Sin embargo nadie recuerda quién ganó y ni de qué país era, ni cuánto tiempo tardó ni si batió alguna marca anterior, porque todos somos fans del fracaso y del ridículo, porque nos hace sentir mejores y nos hace más felices.

Suéltalo

Decidimos organizar un fin de semana en la nieve para que algunos de los amigos, entre los que me contaba, esquiaran por primera vez. Salimos el viernes por la tarde hacia La Molina donde habíamos alquilado una casa para los cerca de los 15 que debíamos de ser. La idea era levantarse temprano para llegar a las pistas pronto y aprovechar el día.

Teníamos que alquilar las botas, los esquís y los palitos. Iñaki, el experto, nos había pedido que antes de ir consiguiéramos un mono de algún conocido. Yo seguía viviendo en Casanova 72 y Chris, el galés con el que compartía en aquellas fechas, tenía en algún lugar un mono viejo que ya no usaba y me lo prestó. Era de color rojo.

Madrugamos según lo previsto, alquilamos el resto del equipo y nos dirigimos hacia una explanada donde había un restaurante-cafetería-punto de encuentro. Iñaki comenzó a organizar grupos para dar la formación y explicar como era eso de esquiar. Yo, que ya me había puesto los esquís y, adivinando que eso no tenía misterio, me dirigí hacia la cola de un arrastre para subir a una pista y tirarme, a ver qué pasaba. «¿A dónde vas?«, preguntó Iñaki, y yo, sin pararme ni girarme le contesté que a esquiar.

Me puse en la cola. Había uno de esos monitores que te imaginas en verano dando clases de surf en Tarifa con muchas pulseritas de hilo en los tobillos y muñecas, y escalando un 7+ en primavera, pasando la temporada de invierno trabajando en una estación de esquí. Se encargaba de organizar la cola y que nadie saliera antes de tiempo a engancharse al arrastre. Cuando llegó mi turno me preparé con las rodillas dobladas a que pasara el cacharro y cuando llegó me enderecé correctamente, y me dispuse a sentarme en la base redonda del colgante, sin saber que era flexible.

Inmediatamente me caí. No sabía muy bien lo que hacer, así que me abracé al palo del colgante, que comenzó a arrastrarme pista arriba. Los esquís saltaron, los palos atados a mi muñeca dejaban surcos en la nieve. Yo seguía agarrado muy fuerte.

En aquel momento empecé a escuchar «¡Suéltalo! ¡Que lo sueltes!«, y yo agarrando aún más fuerte, y el monitor repitiendo: «¡Gilipollas! ¡Suéltalo! ¡Que lo sueltes, gilipollas!«. Hasta que tocó un botón y la máquina se paró. Tardé varios segundos, quizás un minuto, en darme cuenta de que el cacharro se había detenido y decidí soltarme, quedando tumbado en el suelo.

Me puse de pié mientras el tipo me hacía gestos con la mano para que me quitara de en medio. Imaginé las pulseritas de hilo gastadas dentro del mono. “¡Quítate! ¡Que te quites!«, y yo caminando lentamente por el mismo camino que me había arrastrado para recoger primero un esquí y luego el otro, y el monitor «¡Gilipollas! ¡Quítate! ¡Que te quites, gilipollas!”. Me aparté de un saltito y el tipo aprovechó para darle al botón. La máquina comenzó a moverse de nuevo.

En aquel momento, de pié a un lado con mi mono de color rojo manchado de nieve viendo pasar a los otros esquiadores, me di cuenta de que todos mis amigos y la gente del restaurante-cafetería-punto de encuentro habían visto toda la escena y que reían señalándome.

Regresé a donde Iñaki y le pedí que me explicara como funcionaba eso del arrastre.

Desde aquella vez jamás he vuelto a esquiar. Después de 2 días cayéndome y 3 meses con dolor de rodillas y espalda, decidí que la nieve, al igual que el resto de los deportes en general, no eran para mi.

Sin embargo nadie se olvida de aquel fin de semana. No sabemos con certeza si el surfero-escalador-monitor soltaba entre palabra y palabra un «gilipollas«, el último de ellos con una “o” muy larga: «¡Suéltalo, gilipollas, que lo sueltes, gilipooooollas!«, con la vena del cuello que imaginamos hinchada. Y no sé si fue tal cual o fue de otra manera, pero siempre será así porque ya nadie, ni yo que no escuchaba más que el ruido del hierro deslizándose por el cable y mis botas golpeando la nieve, puede dejar de oír «que lo sueltes gilipooooollas«.

Ninguno de mis amigos puede ver la nieve sin acordarse de mi, como yo ya no puedo ver una piscina sin acordarme de Moussambani. Porque gracias a nosotros, los grandes perdedores como Adrián Solano y yo, Venezuela sabe ahora que Lahti está en el sur de Finlandia y que el frío está rico. Y nadie recuerda que el neerlandés Pieter van den Hoogenband consiguió la plusmarca mundial en los 100 metros libres con 47,84 segundos en Sydney 2000.

¿Qué podemos esperar si ni siquiera sabemos que un neerlandés es un habitante de los Países Bajos?



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