La peonza se tuneaba como los niños personalizamos cualquier objeto que nos perteneciera para diferenciarnos del resto. Las nuestras estaban pintadas con rotuladores de colores y les habíamos clavado chinchetas para darle un estilo apocalíptico de coche de Mad Max. Amábamos nuestras peonzas como si fueran seres vivos; las mirábamos rodar con los mismos ojos enamorados del que ve a una novia danzar.
El final es este, haber publicado el diario sin importar que no haya un arco, que los personajes no avancen o que el escenario no evolucione. La historia no es Blanes, ni Lucas regresando a España ni yo sentado en una mesa montando videos sobre un mantel rojo con topos blancos.
Escribo este último texto dos días más tarde de que haya sucedido. Aún quedan en mi piel el color rojo y los mechones de pelo siguen rubios de los rayos del sol. Escribo con un recuerdo muy presente, casi como el mareo que permanece varias horas después de bajar de un barco.
Nos sentimos adolescentes en un anuncio de cerveza, de refresco o de champú. Un grupo de quinceañeros en una noche de verano tumbados sobre el capó de un Cadillac mirando hacia las estrellas desde la cima de un cerro con todas las líneas de las calles dibujadas por las farolas y las luces del resto de los autos en movimiento creando la sensación de tridimensionalidad.