Luna Casi Llena

Este texto es parte de un diario de viaje que empieza aquí.

Sábado 30 de junio del 2018

Estamos a sábado. Por primera vez no madrugo. Me levanto pasadas las nueve y media. No me pude dormir hasta casi las cuatro de la madrugada.

Visitar las redes sociales y entrar en eso mundo de fantasía y realidad mágica me trastornó. De pronto me convencí de que las canciones y los cuentos que escribo no valen nada. De pronto me sentí falto de “me gusta”, y sentí que todo mi trabajo era una basura. Ellos, los otros, tenían esas vidas creativas mucho mejores que las mía, con una comunidad detrás, creando opinión; artistas totales con suficientes seguidores como para que le regalen el dinero a través de un crowfunding y así poder editar su siguiente capricho/disco/libro. Pedir a los colegas y familiares que te subvenciones los vicios, como el que pide que le paguen un viaje a Bali a cambio de abrazos y sonrisas personalizadas en vídeos de Whatsapp. Y, cómo no, todos acaban de publicar sus poemarios-canciones-películas-relatos y reciben comentarios llenos de admiración, con emoticonos de corazones, o de odio, ese odio que de tan grande solo puede ser amor despechado e ignorancia.

Todos, TODOS, son los mejores: las mejor canción que jamás haya escuchado nunca nadie y que el mundo discográfico y las grandes compañías ignoran porque solo publican la música comercial y evidente; los poemas más hermosos con juegos de palabras de anuncio de automóvil de gama alta con la capacidad de sacar del agujero a algún que otro corazón roto amante de los gatos; esas fotos tan inspiradoras de lugares increíbles que dan ganas de ir viajar o de aprender a usar Photoshop.

Porque todo es una grandísima patraña, horas y horas de humo, de retocar la foto hasta que cuente la historia que quieren contar sin necesidad de que se acerque lo más mínimo a la realidad. Esa necesidad de aparentar un éxito que no se tiene, obsesionados por la forma, sin importar el fondo. Morir de envidia por un plato que no se va a comer, por una novia que no se va a tener, por una canción que no cuenta nada cantada con la voz mil veces escuchada desde el patio del instituto hasta la pantalla de tu teléfono, un poema que ya sabes como termina solo con leer la primera palabra

Tú, yo, ellos.
Tú, yo.
Tú.
Punto.
.

Hasta las 4 de la mañana no me quedé dormido, con un veneno por dentro que me pudría, sin entender nada. Con una fiebre que me llenaba de infelicidad. Todo el mundo tan hermoso, tan feliz, tan viajero, tan escritor, tan poeta, con tanta conciencia social, con una opinión adecuada y correcta para todo, en todo, de TODO. El infinito holaholita de las redes sociales.


Salimos a correr, y a tomar un café en el Casino, seguramente el último de este viaje. Estamos a punto de no darnos el baño, es fin de semana y la playa está saturada de gente, pero insistimos en mantener nuestras rutinas. Ya se respira en el ambiente que todo va a terminar en Blanes. El golpe del agua fría me despierta y vuelve a colocar la locomotora en los raíles. Se me seca el veneno. Ya no quiero matar a todo el mundo. He entendido que no comprendo las redes sociales. He entendido que no entiendo el juego, el lenguaje. He caído en la trampa de creerme que Superman vuela, que Hulk es de color verde. He llevado a la realidad un mundo que es solo de fantasía.

Regresamos a casa.


Justo al terminar de cocinar la pasta del menú de hoy, nos llama Gricel que ya ha llegado a Blanes desde Mallorca. Comenos con ella y salimos hacia Barcelona en su coche. Hoy hay concierto en L’Oncle Jack.

Desde el momento en el que subimos al auto hasta que estamos volviendo a casa, ya de noche, todo se acelera y hay una gran madeja de recuerdos y situaciones que cuesta desenredar: partido de Argentina en la televisión de un bar en Av.Carrilet con Just Oliveras; un señor de 58 años con obesidad que dice ser músico, compositor y empresario que, con la excusa de habernos invitado a un chupito cuando Argentina ha perdido, se sienta a nuestro lado y nos da la tabarra hasta que nos vemos obligados a salir corriendo camino de L’Oncle Jack; prueba de sonido; el guitarrista flamenco que tocará unos temas con Lucas; los amigos esperando para entrar; la llegada de Teffy; los amigos desde atrás animando como si estuviéramos en un partido en la Bombonera y fuéramos la barra brava; Gricel dejándonos el coche y Lucas, Teffy, Danila y yo volviendo hacia Blanes mirando hacia los pueblos de la costa desde la autopista y enamorados de las luces y el reflejo de la luna menguando sobre el mar, ayer luna llena, la luz del faro girando, luces naranjas entre los pinos, de nuevo el reflejo de la luna, un túnel, la canción “Paradise” en la radio; el sabor de la cocacola y las patatas mientras comíamos las hamburguesas de plástico servidas en el mismo coche en un McKingAuto; y un Blanes adormecido en el extrarradio pero lleno de gente sonriente en las terrazas frente al mar.

Nos sentimos adolescentes en un anuncio de cerveza, de refresco o de champú. Un grupo de quinceañeros en una noche de verano tumbados sobre el capó de un Cadillac mirando hacia las estrellas desde la cima de un cerro con todas las líneas de las calles dibujadas por las farolas y las luces del resto de los autos en movimiento creando la sensación de tridimensionalidad.


Subimos a la terraza a tomar la última cerveza, somos un montón de gente o estamos haciendo mucho ruido. Escuchamos canciones de Lucas, contamos historias, las mismas de siempre y algunas nuevas.

No logro recordar cuando decidimos bajar al piso, o si nos fuimos yendo sin despedirnos. Sé que eran las tres de la mañana pasadas cuando miré el teléfono y que me tiré en el primer colchón que encontré libre y que no era el de mi cama.


Mis cuentos me hacen feliz solo por escribirlos, mis canciones me ayudan a superar la pena de lo perdido y que no se quede dentro pudriéndose, y no me interesa una puta mierda compartir absolutamente nada de mi vida ni andar photoshopeando mi realidad para que en las putas redes sociales piensen que soy más interesante de lo que soy en la vida real. A mí no me gustan los cómics de superhéroes, me gusta Tintín, que siempre lleva el mismo flequillo y la misma ropa, pasen los años que pasen.



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