Este texto es el primer capítulo de este diario de viaje.
Martes 19 de junio del 2018
Me he levantado a las ocho y media sin la necesidad de un despertador. Si tuviera que ir a trabajar seguramente me hubiera enfadado con el mundo por no poder seguir durmiendo. Pero no tengo que ir al trabajo, así que he salido de la cama de un salto y he corrido al comedor a mirar por el balcón. Es de día y hay mucha luz. Todo es nuevo para mi mirada. Lucas se ha levantado a los pocos minutos y después de los buenos días y un «cómo va todo» nos hemos tomado unos mates.
Anoche al sentarme por primera vez en la silla baja de la terraza me crujieron todos los huesos. Añado a la lista de actividades del día, junto a comer sano, escribir y hacer algo de música, salir a correr. Subir y bajar cuatro pisos no se considera deporte.
Salimos de casa con unos pantalones cortos, una camiseta de tirantes y unas zapatillas de colores chillones. Al dar la primera zancada nos ha caído la vejez de golpe y han llorado todos los músculos oxidados. Nuestra primera sesión de entrenamiento va a consistir en andar deprisa.
Caminamos de un extremo del puerto al final del paseo. Desde donde se termina el camino con vallas a la derecha hasta donde amarran los barcos a la izquierda. Al terminar nos sentamos en una terraza frente al mar y tomamos un café con un cruasán. Para pagar nos sacamos un billete del zapato y le damos el dinero al camarero. Lucas me ha enseñado el truco de meter un billete dentro de la zapatilla, protegido con rollo transparente de la cocina.
Después de bañarnos en la playa, yo en calzoncillos, vamos a la tienda del chino para comprar algunas cosas para la casa y un bañador para mí. Uso la talla XXXXL de los asiáticos.
Jamás se me ocurre guardar en la mochila el único bañador que tengo en casa. Es de los dosmiles y me va grande, no porque yo haya adelgazado, si no porque se ha ensanchado al envejecer. Como yo. Le tengo cariño a mi bañador con poco uso: ha sobrevivido a todas las mudanzas, como si fuera una deuda pendiente de la que no me puedo desprender.
Son las once y media de la mañana. Estoy solo en el piso. Lucas ha salido a comprobar algo relacionado con los suministros del piso. Burocracia sin poesía pero necesario para empezar a vivir en un lugar nuevo.
Aprovecho para dibujar unos calendarios con los próximos conciertos. En otra hoja apunto una lista de tareas pendientes y en otra escribo los nombres de algunos músicos con los que Lucas quiere colaborar. Con chinchetas sostengo unos hilos en la pared del pasillo y con pinzas cuelgo las hojas. Una pared con los proyectos pendientes para consultar cuando se ande perdido. Un cable a tierra. A mi me funciona, espero que a él también le ayude.
El piso empieza a estar vivo, cada vez menos escenario y cada hora más personaje principal de la intriga, con sus propias líneas de diálogo en la historia. Me recuerda a un piso de estudiantes. Me recuerda al piso que compartí con Carlos en Xuclà.
Se sitúa a unos pocos metros de la playa, por delante hay otra línea de viviendas y luego el paseo. Desde donde estoy sentado, en el sofá, mientras escribo puedo mirar a través del balcón y ver el mar. Aunque no me gusten las olas ni la arena, me gusta que haya un final, que la ciudad no pueda seguir propagándose como un virus.
El mar siempre me recuerda a Jessica. La montaña no existiría sin Lorena. Un lago y la nieve son Matilde. Una habitación cerrada en una ciudad repleta de rascacielos es Angi. Jessica también es parque y bicicleta. Lorena un autobús y un tren. Matilde un barco pequeño a motor. Angi una scooter a primera hora de la mañana.
Podría hacer un mapa de los paisajes donde guardo a las personas que se fueron, con los mundos que creamos juntos, y vivir el resto de mi vida en el recuerdo. O puedo seguir creando nuevos mundos y viviendo una vida nueva cada vez. Recordar y seguir vivo sin que duela.
El baño en el mar con Lucas esta mañana ha sido mi primer baño del verano. El agua estaba limpia y transparente. Fresca del invierno. Me han entrado ganas de empezar a nadar y descubrir hasta dónde puedo llegar sin respirar. Soy incapaz de sumergirme más allá de mi altura. Siento que me clavan agujas en las sienes. Sé que hay mecanismos para que no suceda, pero me niego a aprenderlos. Me da miedo no saber a qué altura queda el fondo. Creer que he llegado y descubrir que aún queda mucho camino por recorrer. Sentir que me falla la respiración y la superficie está casi tan lejos como el fondo.
Escucho ruido en la escalera. Lucas vuelve a casa. Es hora de ponerse a cocinar. Después de comer y de una siesta seguiremos construyendo nuestra rutina.
Quizás esta tarde podamos volver a bañarnos. Puede que supere mi miedo y mi asco a todo lo que tiene que ver con el mar.
Deja un mensaje