Camino

Este texto es parte de un diario que empieza aquí. Si has llegado a él sin leer lo anterior, será como ver el episodio quinto de la cuarta temporada de Lost sin haber visto los episodios previos: se entenderá el capítulo, pero no la trama.


Domingo 17 de mayo

Colores

En las medianeras y en los laterales de la carretera: verde. El suelo y el cielo: gris. De vez en cuando el amarillo de las retamas en los arbustos. Rojo de las señales de prohibición y azul de las indicaciones de dirección.

Es la primera vez que conduzco por esta carretera y echo de menos pasar por Astorga. Siempre parábamos a comprar algunos dulces y esas cosas cuadradas con capas de láminas con un agujero en medio y mucha miel, que ahora se venden en una bolsa de plástico individual y antes iban sueltas en una caja de cartón y se podía lamer el fondo cuando se habían terminado.

After

La señal luminosa de la gasolina se ha encendido. Busco una estación de servicio, pero entre tanto desvío y tantos carteles, salgo de la autovía y acabo en una carretera nacional, camino de Castro Urdiales, que me suena de algún puticlub de «Airbag«. Me paro frente a un descampado lleno de veinteañeros con los maleteros abiertos y la música a toda hostia. Cada coche con la suya, por supuesto. Están de botellón. Es la 1 del mediodía. Bajo el cristal y llamo al que está más cerca de la carretera, con el corte de pelo de futbolista y un cubata en la mano. Viene, se apoya con el brazo en el techo y dobla el cuello para poder hablar conmigo a través de la ventanilla. Pregunto por la gasolinera. Me indica. Antes de arrancar le pregunto qué es esto: “Una cosa, ¿qué es esto?”, se ríe y me dice que esto es una discoteca, un after, gira la cabeza, con el brazo apoyado aún en el coche y escupe, ese tipo de salivazo de lengua entre los dientes, con un sonido de fiu. Se vuelve a reír, dice adiós con la mano y vuelve a la pista de baile.

En la siguiente curva hay un 4×4 de la guardia civil aparcado con dos tipos vestidos de verde apoyados fuera, con una pierna en el guardabarros, charlando tranquilamente. Los puedo imaginar comiendo el bocadillo de chorizo y la cervecita de lata con el meñique levantado al acercarla a la boca, y moviendo un poco el pie al ritmo del chumbachumba que aún se puede oír desde aquí.

Horroroso

A la entrada de Unquera, un lugar cualquiera en cualquier salida de la Autovía del Cantábrico, hay un edificio horroroso, donde seguramente podría vivir toda la población del lugar y que tiene pinta de edificio de tiendas de flotadores y chanclas enfrente del paseo marítimo de cualquier pueblo playero, cerrado en invierno. HORROROSO. En la tele de la pizzería donde paro, tienen sintonizado el canal ViajarHD y una tal Alex Polizzi habla con Eduardo el barquero, en un doblaje al castellano sobre la voz original que se sigue escuchando a un volumen más bajo y el efecto resulta horroroso. HORROROSO. Primero Alex Polizzi, medio-inglesa-medio-italiana, según repite una y otra vez, que regresa a Italia después de haber estado por última vez hace 20 años, come mejillones, recién arrancados de las rocas, entre hombres recios de la región de Marcas. Solo hombres, ni una mujer. Luego se va a comprar unos zapatos de diseño de una marca italiana que debe ser reconocida pero que a mi me resultan horrorosos. HORROROSOS.

Philip Morris

Tomo una clara en un sidrería cerca del puerto de Cimadevilla, en Gijón. Sigo de camino, pero quería echar un vistazo a la ciudad donde se conocieron los abuelos.

Unos moteros escancian sidra en la calle, unos viejos van con una caña de pescar. En la mesa de al lado, un tipo de unos 30 y pocos, habla con Nico, un niño de unos 6 o 7 años. Están sentados con la madre del niño, Cristina, que tiene dormida en los brazos a otra niña de no más de dos años que se llama Amanda. Lo sé porque el tipo cuando habla con ellos menciona el nombre cada tres palabras: “Cristina, el café, Cristina”, “¿Donde está el fuego, Cristina?”, “Nico, cuidado con la mesa, Nico, mira que estás pesado, Nico, ¿quieres un poco de café, Nico?”, “No despiertes a Amanda, Amanda, despierta, vamos Amanda, que es de día, ¿ves Nico? Vamos Nico, Cristina, que me lo llevo, Cristina”.

-Nico, vamos tú y yo a echarle unas monedas a la máquina. Vamos Nico, a jugar a la máquina.

Vuelven del bar y les ha tocado algo.

-Nico, lo cambiamos por un billete de 5. Vamos, Nico.
-No, sácate tabaco del bueno – le pide Cristina antes.
-Voy a sacarte tabaco del bueno, Cristina, a ver si hay Philip Morris, Cristina, que este Marlboro ruso es una basura, Cristina. Ven Nico, vamos a sacar tabaco, Nico.

Y vuelven con el Philip Morris. Y con un cigarro en los labios se van los cuatro: Nico, Cristina, Amanda, y el tipo.

Los moteros siguen escanciando sidra.

Naraido

Humedad, hojas podridas, hierba, eucalipto, madera mojada, humo de chimenea, estiércol. Al abrir la puerta de la casa el olor sigue estando ahí, como si el tiempo no hubiera pasado. Tenía miedo a entrar y encontrarme que todo estaba cambiado y que nada me recordara a nada. Pero la cocina es la misma y el olor, ese olor, no ha cambiado. Como si el tío Lucho siguiera sentado en su caja de madera, fumando los Celtas sin boquilla y puliendo ramas para hacer bastones. Hablando con todos y hablando con nadie. Hablando, simplemente.

Debe ser que, al igual que las personas, las casas tienen un olor propio, que les pertenece y es único. Viajar al pasado es posible en los lugares donde el tiempo se ha quedado detenido.



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