Tuve que dejar el piso de Casanova 72 cuando no había ni un solo centímetro de pared ni de suelo que no estuviera lleno de recuerdos. Quise cambiar los muebles de sitio, incluso comprar un sofá nuevo. Pensé en pintar las paredes de otro color, tirar todas las tazas y todos los platos. Pero el maquillaje no podía cubrir las arrugas y había que aceptar que aquel piso y aquel barrio habían llegado a su fin. Había que largarse y me largué.
Cómo no tenía ningún otro lugar al que ir aterricé temporalmente en casa de Andreas, en el barrio del “Sant Pere, Santa Caterina i la Ribera”, en el sector conocido como “El Born”. Había pasado del ambiente gay de L’Eixample a la bohemia pija de Ciutat Vella. Había pasado de tipos guapos con gafas de sheriff lobo, camisetas de tirantes, barba, calvos con cuerpo de mármol, a turistas con chanclas, pareos y sombreros de paja, chicas con vestidos cortos sin mallas en invierno y la piel muy blanca.
Llevé algunas de mis cosas imprescindibles, entre ellas al Miguelito, el muñeco Michelín de cartón que siempre ha vivido conmigo. En aquellos días de desorientación pasaba todo el tiempo encerrado en mi cuarto. Por las noches me sentaba al ordenador y frente al muñeco de cartón y escribía una carta. Una carta que al día siguiente borraba y volvía a empezar, porque al leerla solo encontraba locura y obsesión. Y cada noche, mientras escribía, escuchaba las canciones de Conchita.
Andreas se acercaba a mi puerta y decía “¡Ay Conchita, Conchita!” y seguía a lo suyo. Me dejaba con mi miseria, porque los amigos están para eso, para no preguntar y esperar. En dejar que uno llegue al fondo, se revuelque en su propia mierda y cogerte de la mano después para el camino de regreso, que es cuando realmente importa.
A los pocos meses me volví a mudar, con una mochila, la guitarra, el ordenador y esta vez sin el Miguelito. Ocupé una habitación en casa de Joan, de nuevo en el barrio de L’Eixample, pero cerca de Plaza España. Por las noches en lugar de sentarme en el ordenador a escribir, me sentaba con Joan en la mesa del comedor a beber vino y a comer queso y a hablar y a hablar. Por las mañanas, antes de salir para el trabajo con resaca y sueño, nos prometíamos no volver a caer en la trampa, pero al regresar alguno de los dos había pasado por la charcutería o el supermercado y las copas ya estaban esperando sobre la mesa. No volví a escribir más cartas, controlé la melancolía y ya no volví a escuchar ni “Tres Segundos”, ni “Donde”, ni “Tonta”.
Una tarde de verano me invitaron a un concierto en la terraza del ático de un hotel. Actuaba Conchita. Después del concierto nos presentaron y hablamos un rato.
-¿Sabes? -le dije con una caña en la mano- yo tengo una historia con tu música.
-¿Sí? -contestó.
Y le hablé de Andreas y del muñeco Michelín que me miraba sonriendo desde detrás del escritorio, de las tardes y de las noches escribiendo una carta que nunca envié porque los fantasmas no tienen dirección postal ni buzón de email. Le conté que en todos aquellos días, en aquel piso de Ciutat Vella y en aquel tiempo de tristeza, sonaba su música, que ella había sido mi banda sonora, y que ahora, en esos días de verano en la terraza del ático de un hotel, al escuchar su voz volvía a revivir aquel tiempo y, aunque ya estaba domada, me emocionaba recordar que alguna vez la pena fue salvaje y que, de alguna extraña manera, la echaba de menos, porque nunca me sentí más vivo que como cuando estaba tan muerto.
Le di las gracias y nos abrazamos y terminó el verano y llegó el otoño y seguí echando de menos a los fantasmas, aunque con calma. Después terminó el invierno, paso otro año más y luego otro, y ahora, en verano de nuevo, escucho sus canciones mientras escribo este texto, que quizás sea una carta que nunca enviaré porque no importa. A veces es suficiente con escribirnos a nosotros mismos y recordarnos que supimos vivir la tristeza con la misma intensidad con la que vivimos la alegría.
Brillante como de costumbre, pero me gustaría aportar algo…. a los fantasmas no los perdés nunca, siempre están, te buscan, te persiguen, te esperan… quizás lo que te falte es invitarlos a sentarse en tu mesa y ponerles una copa de vino. No extrañes a los fantasmas, porque ellos no te extrañan a tí, están contigo, solo que esperando a que les invites a tomar asiento..
¡Cómo me conoces! No me siento con ellos por miedo a que se me acaben las historias. Que ganas de una buena conversación con un asado en la mesa…