De hijos y madres

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Hace algún tiempo escribí un relato en el que explicaba que había conocido la soledad a través de un hombre que lloraba porque echaba de menos a sus hijos. Fue mientras estaba ingresado en la UCI por una conmoción cerebral tras romperme la nariz, y aquél otro paciente llorara desconsoladamente. Cuando me pude levantar y acercar a su cama supe que el llanto era la pena de no ver a sus hijos, porque teníamos que estar aislados. Yo tenía 12 años, y aquella tristeza me sobrecogió y nunca pude olvidar esa sensación de soledad que se me quedó dentro. La historia que conté en aquel texto terminaba ahí, con el descubrimiento del significado de la soledad y con ese recuerdo todavía presente infinitos años después. Pero hubo algo más que en el relato no conté.

Yo siempre había sido (y soy) un niño muy pesado, obsesivo y cabezón. Al regresar a casa del hospital tuve que llevar varios días el yeso con hierros en la cara y tener cuidado de no mojarlo cuando me duchaba. Si ya resultaba difícil aguantarme con mi hiperactividad, y además vigilarme para que no me arrancara el armatoste de la nariz, había que añadir a la suma que no paraba de preguntar qué había sido de aquél señor que lloraba. ¿Habría salido ya? ¿Estaría en su casa con los niños? ¿Se habría curado? ¿Sería muy grave su enfermedad? ¿Habría salido ya? ¿Estaría con sus hijos? ¿Sería grave? Un niño pesado, obsesivo, hiperactivo y con un hierro en la cara.

Hasta que un día mi madre encontró una solución. Llamó al hospital, hizo algunas preguntas y después de un rato de conversación y espera, colgó. «¿Qué, qué, qué, qué, qué?» pregunté dando saltitos de impaciencia, con mis 12 años y mi apenas metro cuarenta, que yo empecé a crecer a partir de los 15. «Ya está en su casa con su familia y se ha curado del todo», contestó y yo respiré tranquilo y me dediqué a continuar siendo pesado, pero en otras cosas, como golpear con los pies en el suelo sin parar, rascarme en las zonas que cubría el yeso de la cara o hablar.

2

La primera vez que viajé solo fue con 22 años. Estaba estudiando en la facultad y había desarrollado una aplicación para una empresa que tenía varias sucursales por España. Parte del proyecto consistía en ir a cada una de las ciudades, 5 en total, a instalar el programa y dar la formación al personal que iba a utilizarlo. Llegué a un acuerdo con la persona que me había contratado: me pagaría el vuelo o tren, los gastos del día y una tarifa por mi día de trabajo, pero el viaje tendría que ser un jueves o un viernes y el billete de vuelta tenía que ser el domingo siguiente. Así podría pasar el fin de semana en esas ciudades y conocerlas. Y estar solo.

Descubrí el diálogo interior; que el tiempo se estira paseando sólo en un lugar nuevo y desconocido; que las imágenes, los sonidos, los olores son más intensos; que los sentidos están más atentos. Descubrí que me gustaba la soledad.

Después empecé a ir a Teruel y a Galicia, mis lugares de verano, fuera de temporada y solo. A la casa gigante desierta y escuchar los ecos de los fantasmas. A dormir en la habitación que solía compartir con mi hermano y escuchar el crujir de las paredes en lugar del sonido de su respiración. Crucé el atlántico antes de visitar Europa en soledad. Ya entonces estaba enganchado a los hostales y a las habitaciones compartidas con extraños. Viajé en autobuses nocturnos que paraban en mitad de la noche en algún restaurante en la nada y a no tener a nadie con quién hablar. A estar en silencio.

La mayoría de las veces mentía a mi madre. Le decía que iba a visitar a amigos con los que había compartido piso y que ella no conocía, o que iba acompañado de alguien que tampoco conocía. Algunas veces simplemente no le contaba ni donde estaba. A veces me llamaba para que fuera a comer a casa el fin de semana y le decía que estaba muy liado con el trabajo, mientras estaba a punto de subir a un avión.

Hasta que viajé a la India, el mismo viaje donde escribí el relato de la soledad, inspirado sin duda por algún momento de tristeza en el camino. Había decido que también esta vez mentiría y le dije que me iba algunas semanas a Berlín, a casa de un amigo, y que ya le mandaría mensajes a mi hermano para que supiera que todo estaba bien. Ellos, mis padres, se fueron a pasar el verano al pueblo de Teruel, a la casa que cruje.

Al llegar al pueblo se encontraron con Rocío, una de las amigas de la familia que también veranea en el pueblo, que le dijo a mi madre «Juana, ¡vaya viaje se está pegando tu hijo!», y mi madre «sí, este siempre está yendo a Berlín, algo debe tener allí». Rocío, extrañada, contestó «¿Berlín? ¡Peso si está en India! Lo está escribiendo en su blog». Mi madre, que todavía no tenía ni smartphone ni sabía lo que era un blog, se quedó blanca, y mi padre, haciéndose el chulo, le dijo que él ya lo sabía porqué lo había visto en El Internet.

Cuando regresé del viaje, algunos días más tarde y sin saber nada del chivatazo de Rocío y de mi padre, llamé a mi madre para decirle que ya estaba de vuelta. Muy enfadada me dijo que sabía que le había mentido y quería saber porqué.

Entonces tuve que decirle la verdad. Que cuando yo tenía 12 años y estaba pesado y obsesionado por aquel señor, en realidad lo que me pasaba es que estaba triste y preocupado, que eran sensaciones nuevas que no sabía manejar, y que ella había llamado al hospital para que no sufriera más, y que yo años más tarde me había dado cuenta de que aquella llamada nunca había existido, que ella había descolgado el teléfono, simulado que marcaba cualquier número y fingido una conversación con una enfermera, preguntando por alguien del que no sabíamos ni el nombre. Y que yo me lo había creído y había dejado de estar triste y de preocuparme. Porque en eso consiste ser padre, en cuidar que los hijos no sufran.

Y por ese mismo motivo yo miento sobre mis viajes: para que ella no se preocupe ni esté triste. Porque en eso también consiste ser hijo, en que una madre no sufra.



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