Domingo 22 de marzo del 2020-Día #9
Dioptrías
En el bloque de enfrente, uno de color blanco horroroso que ejercer de muralla entre La Ribera y La Barceloneta, hay dos chicas haciendo yoga. Creo que son rubias. Se escuchan los pájaros y no hay sonido de automóviles ni bocinas ni gritos. De vez en cuando suena una sirena de policía.
Los vecinos del 3º 3ª, la chica rubia del moño, el novio y la morena, suben a la terraza. Yo les saludo y les miro jugar a las cartas desde mi ventana.
Hace unos años descubrí que no veía bien de lejos. Mis amigos distinguían carteles que yo leía borrosos. Fui a una óptica donde me hicieron unas pruebas y determinaron que me fallaba la vista de lejos en un grado pequeño que no retuve. Encargué unas gafas y el mundo se volvió, de repente, como una película en calidad 4K. Más nítido y al mismo tiempo más feo. Se distinguían las arrugas y los granos de la gente, los pliegues de las faldas, las abolladuras de los coches y el final del horizonte. Una línea clara y horizontal, prueba de que la tierra, sin duda, es plana.
Pero había un problema con las gafas: me las tenía que quitar para leer, para mirar la pantalla, para hablar con la gente y para todo lo que no fuera caminar mirando a lo lejos o conducir. Pensé en comprarme ese hilo que usan los viejos intelectuales para colgarlas al cuello. Ese cambio en mi estilo me forzaba a usar chalecos de lana, abrocharme hasta arriba los botones de la camisa y tener una piel amarillenta y dedos puntiagudos. Descarté el colgante y a los pocos meses abandoné también las gafas.
Un tiempo más tarde volví a tener la crisis de ver la lejanía borrosa y decidir pedir hora para el oftalmólogo y hacerme unas pruebas sin que hubiera un interés económico en mi falta de visión.
Me hicieron distinguir letras cada vez más pequeñas. Me midieron la presión ocular y me hicieron seguir unas luces. La conclusión del médico fue que efectivamente había perdido visión de lejos en un número pequeño de dioptrías. Me recomendó no usar gafas porque, según él, la visión no iba a hacer el esfuerzo e iba a empeorar. Se despidió con “es lo normal para tu edad”. Para mi edad, eso me dijo.
Desde entonces no tengo más remedio que aceptar me he hago viejo y que se me van desgastando las piezas, lo habitual para mi edad. Sin las gafas el mundo vuelve a ser más hermoso, sin arrugas en la piel de los desconocidos. Al final del camino veo una bruma que me obliga a seguir caminando para descubrir si llego al precipicio o puede que la tierra sea redonda.
Lo que más me gusta de no ver de lejos es que puedo completar la información que me falta con la imaginación. He decidido que las vecinas rubias del bloque de enfrente son preciosas, sonrientes y que se despidieron con un movimiento de mano antes de meterse de nuevo en el interior del edificio.
Lunes 23 de marzo del 2020-Día #10
La cabina
He agotado el saldo de minutos de llamadas incluidas en la cuota mensual del teléfono móvil. Me arrepiento de haber tirado el teléfono fijo. Me gustaría llamar a mi familia y amigos y recordar aquellos momentos en los que solo había un teléfono en casa, en el comedor, y teníamos que hablar en código, cuando todos miraban desde el sofá con el televisor muteado, y donde hasta los silencio cobraban un significado. ¿O acaso no había un no más doloroso que la respiración callada del otro lado del aparato?
Nosotros éramos tres hermanos en casa y mi madre estaba obsesionada con la factura del teléfono. Las llamadas se pagaban por minutos y tenían un coste inicial por establecimiento de llamada. Había una tarifa para la ciudad, otra para el interurbano y una última para el nacional. Seguramente existiría otra para el extranjero, pero ni nosotros ni ninguno de mis conocidos de la época habían salido jamás del país ni conocían a nadie a quién llamar más allá de los mares, de lo Pirineos o en Portugal.
Mi madre vigilaba el tiempo de cada llamada y a los dos minutos ya estaba pidiendo que colgáramos. Cada dos meses llegaba la factura con un resumen del número de llamadas y el tiempo agrupadas por tipo de destino. Y el importe total. Cada vez nos caía una bronca.
Lorena vivía entre Teruel y Valencia, así que el mayor problema de nuestra relación no era la distancia, sino la imposibilidad de llamarla por la falta de intimidad y porque, desde de la primera llamada que hice nacional, todas las broncas al llegar la factura eran para mi.
Yo trabajaba los fines de semana con mi padre en la obra, así que parte del dinero que ganaba lo tenía que destinar en las cabinas de teléfono. Habían tres repartidas por el barrio, así que cuando llegaba el horario reducido, a partir de las ocho, salía de ronda a ver cuál de las tres estaba libre o no estaba rota, algo habitual en el barrio donde los niños no tenían muchas cosas en las que divertirse sin Internet ni videoconsolas.
Recuerdo cada una de esas cabinas como el que recuerda la mesa de la cafetería en la que escribió su primera novela. Eran ese banco del parque en el que te declaras con la torpeza de un adolescente. Las cabinas eran mi Whatsapp, mi email y mi Facebook. El mundo se compartía con las cartas y con las llamadas, con las palabras elegidas y con el tono de la voz, con los silencios y con las risas del otro lado. También con las lágrimas. Las selfies eran contar el número de dedos que medía de largo el pelo y cómo eran esa camiseta o esos zapatos nuevos que nos acabábamos de comprar. Teníamos que describir cómo caía la lluvia fuera de la cabina y decíamos “escucha, escucha” acercando el auricular al cristal.
Con el dinero de mi primer trabajo al terminar la universidad compré un teléfono móvil. Las cabinas desaparecieron de mi vida. Luego me fui de casa a vivir con Carlos. Mi hermana se marchó unos meses más tarde y Juanan, el más pequeño, dos o tres años después de nosotros.
Un domingo fuimos a comer los tres hermanos a casa de mis padres y, cuando estábamos en la mesa, mi tía Carmen llamó para hablar con mi madre. Ella se levantó y pasó un par de minutos explicándole a mi tía que habíamos ido todos a comer y que luego le llamaría.
—¿Sabéis una cosa?— dijo mi padre cuando mi madre colgó y regresó a la mesa— la factura del teléfono sigue siendo la misma que cuando estabais vosotros en casa.
Cuando mi madre revisaba la factura no tenía en cuenta el tiempo que pasaba ella llamando cada día a sus cuatro hermanas repartidas por el cono urbano de Barcelona, ni a sus otros dos hermanos en Andalucía, ni a mi tía Celsa en Galicia. Nosotros no teníamos el poder de pedirle que colgara a los dos minutos.
Ahora no puedo más que agradecer a mi madre que el teléfono estuviera en el comedor y que nos controlara el tiempo de la llamada. Solo puedo darle las gracias por obligarme a construir una historia de amor en las cabinas de teléfono y en las cartas, porque seguramente jamás hubiera descubierto el placer de la escritura ni la necesidad de observar lo que me rodeaba para poder contárselo a Lorena pasadas las ocho de la noche, en el horario de la tarifa reducida. Y en esta cuarentena no tendría nada que recordar y que me llenara de ternura.
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