El circo del sol

Cada tarde se monta un circo en el puesto fronterizo de Attari y Wagah, que es la frontera entre India y Pakistán, cerca de Amritsar. El único objetivo de todo este show es bajar la bandera. Bajar simplemente la bandera. La b a n d e r a. Pero como esto es India y ya conocemos como es el cine de Bollywood, no podría ser tan sencillo como ver a cuatro soldados mostrando respeto a los colores y punto. Lo que pasa cada tarde es el equivalente a un partido de fútbol. Sin sombras. Con 40 grados. Con mucha humedad. Y todos sudan. Hasta los soldados.

A ambos lados de la frontera hay gradas donde están los fans de cada país. En la zona india, donde estoy yo, hay unas gradas reservadas a los turistas, que tienen que tener pasaporte extranjero o si no van con la masa, y en la que caben unas 70 personas (contadas así por encima). El resto de las gradas es para indios: una zona solo para mujeres y luego otras mixtas. No sé contar cuanta gente puede haber, pero pongamos que el equivalente a dos Razzmatazz, unas mil personas. Mil personas vienen a animar a su equipo.

Hay colas para entrar, y un ambiente equivalente al exterior de un estadio de fútbol, en la que niños pintan la bandera india en la cara y se venden palomitas, dulces, fritos, bebidas, más fritos y más palomitas. Cuando se abren las puertas se corre hasta la grada, para coger un buen sitio. Aún falta una hora para que empiece el show, pero ya están cantando y animando a sus soldados, que van vestido con crestas de gallo.

Suena música a todo trapo y hay un tío vestido de blanco con un micro animando el cotarro, y pidiendo al público que griten más fuerte que los de al lado. Si no fuera que la entrada es gratis y que realmente se les ve entregados, no podría creer que es de verdad y no una atracción más de un parque temático. Supongo que contratar a mil extras para animar a setenta extranjeros no tiene mucha lógica.

De pronto salen unas niñas vestidas todas con el mismo chándal, que deben ser de un colegio y se ponen a bailar. Otras mujeres de colores se unen y también las chicas turistas. Parece un after a las 6 de la tarde pero sin drogas ni alcohol.

Empieza el espectáculo. Los soldados, con sus ropitas apretaditas van desfilando con movimientos marciales de piernas y brazos, mientras un baterista encima de un tejado les acompaña. Pum, pum, porompom, PUM. En el otro lado de la frontera lo mismo pero al estilo Pakistaní. Cada vez que uno de un lado grita, en este lado hay que gritar más. Los pasitos les llevan a la puerta que separa a los dos países, que se abre y entra al territorio de nadie. Ahí, en ese territorio de un par de metros que no es ni tuyo ni mío, se quedan enfrentados con sus bailecitos y se van levantando las patitas y vacilando como si fueran palomos merodeando a una paloma. Falta el sonido de rurururu.

En algún momento deciden que ya es la hora de parar de hacer tonterías y bajan las banderas, al mismo tiempo, muy lentamente, con mucha pompa y ceremonia jugando con las cuerdas y luego plegándolas. Por último se vacilan un poco más, se dan la mano y cierran las puertas. Todo el mundo sale en masa a los rickshaws y coches y para casa a hacer la cena. «Pues ya hemos echado la tarde, Meena«, dice él, «Sí, Ranjit, ya la hemos echado, y como les hemos dado a los pakistanís. ¡Que bien levantamos las piernas!», contesta ella.,

Todo esto tiene un trasfondo de orgullo por los conflictos territoriales de ambos países, pero es muy difícil tomarlo en serio. No me puedo imaginar que esto se repita cada tarde, y cada día vengan mil personas a verlo. Mil. M i l. Iría a ver un partido de críquet si no fuera porque, primero: no tengo ni idea de como funciona; y segundo: porque tiene que ser aún más aburrido que ver el ciclismo al mediodía en la tele. Mi abuela Rufina estaba enganchada, y nunca logré entender porqué ya que siempre que lo veía acaba durmiéndose. No nací para seguir ningún deporte. Ni para animar a los soldados de una frontera.

(sonido de la gente)

 



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