Este texto es parte de un diario de viaje que empieza aquí.
Miércoles 27 de junio del 2018
Me he despertado a las ocho. Soy como un viejo jubilado que sigue abriendo los ojos a la misma hora en la que los abría cuando tenía que ir a la misma oficina durante cuarenta y cinco años seguidos. 16 mil días tomando el café a la misma hora, yendo al baño a la misma hora, comiendo y cenando a la misma hora, acostándose a la misma hora. El cuerpo se moldea sin preguntar si estamos de acuerdo, convertido en roca como fósiles prehistóricos.
Trabajo en el mundo real hasta las diez y salgo con Lucas a correr. Como muesli con yogurt y fruta para tener energía. Esta vez no puedo darme el baño porque tengo que regresar al piso a resolver otro problema urgente allá lejos, en Barcelona. Lo resuelvo en remoto y regreso a la calle donde me espera Lucas para tomar un café en el paseo, en el bar con terraza de siempre. Solo ha sido un paréntesis, me digo. Las playas ya comienzan a estar abarrotadas de gente desde primera hora.
A las dos tengo que volver a trabajar en el mundo real. Me siento flotando entre dos mundos: éste y aquél; un mundo imaginario y otro real; un mundo sin reloj y otro dominado por la urgencia. Suena en los altavoces Paolo Nutini y tengo ganas de dormir. Paolo Nutini me recuerda a Edimburgo, al restaurante italiano con los manteles de cuadros rojos y blancos. La música me evoca la imagen de la cristalera del restaurante y la visión borrosa de su interior. Las imágenes me devuelven el olor a queso que escapó al abrir la puerta para entrar. El olor al sabor del risotto. El sabor del risotto el tacto de la libreta en la que describí, mientras comía, el olor y los colores de ese restaurante. Quizás si no lo hubiera anotado, si no hubiera dedicado unos minutos a entender que ese momento estaba siendo especial, único, si no hubiera deseado retener todas esas sensaciones en mi memoria para siempre, ahora Paolo Nutini sería un músico con buenas canciones sin más. Pero no, ahora Nutini es Leith, Edimburgo, un restaurante, una libreta y, en este instante, Blanes. Aquél día anoté “Joder, como me gusta viajar” y no podía ser más cierto.
Conecto de nuevo con este ahora, tirando del cable a tierra de la botella de vino abierta en la mesa y los traguitos que tomo mientras soluciono los problemas. Siento que el tiempo se está acelerando en los últimos días y me da miedo que esté llegando el final y que ya no me quede nada más por hacer aquí.
Creo que necesito cerrar los ojos, tumbarme en el sofá, meter las piernas entre los huecos del reposabrazos y dormir hasta que éste ahora vuelva a ser mi mundo, el imaginario sin reloj y sin urgencia.
Nota del 30 de marzo del 2020: La parte del diario que viene a continuación la reciclé para un cuento poético, «Radiactividad«, que publiqué en marzo del 2019.
He hablado con Anita, amiga de Angi, para que nos ayude a buscar promoción para los vídeos de «A la intemperie». Ella trabaja en publicidad y quizás nos pueda dar algún consejo.
Hablar con Anita es como abrir la puerta de una central nuclear clausurada después del desastre y que tras varios años de trabajo con maquinaria pesada y operarios equipados con trajes especiales y estrictos controles de seguridad han logrado terminar una cúpula de hormigón de cinco metros de grosor que cubre toda la instalación para evitar la existencia de fugas en los próximos mil años. Hablar con Anita es como abrir un pequeño agujero en ese muro del que puede escapar una molécula de Angi y que todo el trabajo no haya servido para nada.
En este mundo de las redes sociales ella con sus gafas gigantes, el bolso colgando del brazo y las llaves y el teléfono en una mano, entrando en mi casa con su ropa negra o blanca o gris y con sus zapatillas siempre diferentes y pidiendo disculpas nada más entrar porque tiene mucha prisa y ya se tiene que marchar, soltando con la mano libre los botones de la blusa y con el pelo largo cortando el aire sucio de los patios interiores de mi piso. Ella y yo jamas tendríamos que habernos encontrado.
Como dos protocolos de comunicación en dos continentes diferentes, Asia y Europa, imposible de entenderse, unos y ceros en diferentes combinaciones que no pueden encajar de ninguna manera, pero encajamos, porque debajo de toda esa capa de sofisticación y de prisa solo queda la piel, músculo y corazón, venas y sangre, aire y agua, en la selva saltando de rama en rama o en atrapados en Madagascar, dos primates arrancándose las pulgas el uno al otro sin importar el cargo profesional en una tarjeta de papel y que allá fuera de la selva o de la isla hubieran edificios con cristales y hierro y hoteles de cinco estrellas a los que el número uno o el número dos en el sector nos fuera a llevar de la mano y llegar al lugar en el que merecemos estar con la carga justa de dolor y de culpa.
Porque en un mundo sin nosotros, sin ninguno de los siete mil millones que somos, las cucarachas, las que sobrevivirían a un escape radioactivo morirían de frío al no existir el humano que caliente los hogares y las ratas habrían muerto de inanición por no encontrar más basura que comer y los perros de las viejas habrían sido devorados por los lobos y los zorros y solamente los gatos se habrían adaptado y sobrevivido y seguirán arañando y buscando los mimos de cualquiera, y el nombre del tipo con un alto cargo escrito en una tarjeta de presentación se habría esfumado como nos habríamos esfumado todos nosotros y la pequeña molécula que se escapó de ese pequeño agujero abierto por una llamada Anita se habrá quedado en nada.
Me voy a dormir. La radioactividad me ha afectado y me siento triste. Quizás debería dejar de escribir esas cosas que no me hacen bien.
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