Este texto es parte de un diario de viaje que empieza aquí.
Lunes 18 de junio del 2018
El piso de Lucas queda dividido en dos partes conectadas por un pasillo. A la derecha, según se entra desde la escalera, quedan las tres habitaciones, dos grandes y una pequeña, y el baño. A la izquierda se encuentran el comedor y la cocina, en espacios separados por una ventana-arco de ladrillo rojo. El balcón es estrecho y recorre el largo del comedor. Da al frente del edificio con vistas a la calle. Estamos en el último piso y encima nuestro está la azotea. A un par de hileras más queda el paseo y la playa. Podemos ver y oler el mar.
He dejado mis bolsas en una de las habitaciones grandes donde hay una litera y una cama individual. La otra habitación, la más amplia, es la de Lucas. La pequeña está repleta de cajas por desembalar. He desplegado los instrumentos, los libros y los aparatos por el comedor. He extendido el equipaje sobre la cama pequeña de mi cuarto. Llevo menos de una hora dentro del piso y ya está invadido por mis cosas.
Hemos salido a tomar una cerveza y hemos parado a comprar en un Condis. El ambiente de la calle es de pueblo costero, de verano, al menos como yo lo recuerdo de mis viajes a Menorca y de los días en los que íbamos la familia a Castelldefels.
No me gusta la playa. No me gusta el sol. No me gusta el agua. No me gusta la arena. No me gustan las olas. No me gusta ese calor húmedo. No me gusta la gente tumbada, jugando a las palas, bañándose, comiendo bajo las sombrillas o haciendo cualquiera de las cosas que se acostumbran a hacer en la playa. No me gusta la playa y punto.
Sin embargo no puedo evitar emocionarme cuando veo una calle de un pueblo costero porque en cada una de mis historias de amor atesoro un escenario de costa y de mar.
A Matilde le tomé fotos dando volteretas en la arena de Sitges. Era otoño y el agua estaba templada. Metimos los pies en las olas y se nos mojaron los pantalones.
Me dormí con Lorena en un banco de Benicarló esperando a que llegara el tren después de pasar el fin de semana en Peñíscola. Debía de ser febrero y era nuestro primer viaje juntos.
Jessica quería pasar cada día por la playa de la Barceloneta, a pesar del aire, del frío, de las nubes o de la lluvia. Siempre llenaba mi casa de granos de arena y no podía evitar enfadarme con ella todo el tiempo. Ella decía que en Berlín el invierno duraba diez meses y en Barcelona siempre era verano. Nunca le quise decir que había más estrellas en el universo que todos los granos de arena de todas las playas del mundo.
Mientras camino con Lucas por el paseo cargando con las bolsas del supermercado, oigo las olas golpeando la arena y me acuerdo de todas ellas y de mi familia cruzando la autopista de Castelldefels.
Odio la playa con la misma intensidad que la ternura que me genera.
Son las once de la noche. El primer día llega a su fin. Lucas desmonta las cajas y me va enseñando lo que encuentra: fotos viejas de la familia, reportajes en revistas, maquetas de canciones en CD, regalos de los fans.
Le ordeno los libros en un par de pilas en el espacio que queda en la pared entre las puertas que salen al balcón. Se nos ocurre que quizás esas fotos quedarían bien colgadas en la red de pesca que adorna el comedor, justo encima del sofá. Escuchamos música folk y fuera, en la calle, apenas se oye el oleaje y el murmullo apagado de alguna voz lejana.
Me viene a la memoria el diario que escribió Benjamin Prado cuando estuvo con Joaquín Sabina trabajando en las canciones del disco «Vinagre y Rosas». Sabina había dejado de ser el Sabina canalla y desordenado de sus mejores canciones y, a punto de cumplir los 60 años, vivía rodeado de una «felicidad doméstica», como él mismo contaba, que le había matado la creatividad. Pidió a Prado, que se acababa de separar, que eligiera cualquier ciudad del mundo y se fueran juntos a escribir canciones contra la ex novia.
Eligieron Praga. Se hospedaron en el Kempinski Hybernská, uno de los hoteles más lujosos de la ciudad. Pasaron ocho días escribiendo y bebiendo whisky. Nacieron las letras del disco que publicaría Sabina unos meses después, y el libro “Romper una canción” firmado por Benjamín Prado. Un diario de dos amigos buscando versos y un disco que canta al desamor ajeno desde la melancolía y la belleza de una Praga otoñal, con las caricias y el glamour de los bares caros y la comodidad de un hotel de cinco estrellas con un pasado imperial.
Este piso en Blanes va a ser nuestro propio Kempinski por unos días, le digo a Lucas. Beberemos vino, usaremos el desamor, la pérdida, la reconstrucción y las ganas de escribir y de cantar para sanar las heridas. Construiremos una felicidad doméstica.
No creo que al final de estas dos semanas tengamos un disco lleno de vinagre y de flores, ni tampoco un libro de cuentos lleno de glamour. Tampoco este es un hotel de cinco estrellas ni Blanes formó nunca parte de Imperio Austro Húngaro.
Nos conformaremos con que al final quede un hogar.
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