Playas de Nueva York

Este texto es parte de un diario de viaje que empieza aquí.


Lunes 18 de junio del 2018

Estoy sentado en un tren de cercanías camino de Blanes. Los cristales de las ventanas están cubiertos de un plástico anaranjado que le da al exterior un tono otoñal. Viajo con una mochila grande llena de aparatos electrónicos: la cámara, objetivos, un trípode, un grabador digital portátil, un ordenador y una tablet. Cargo con la bolsa grande y sucia de los viajes de larga distancia. Aún conserva la etiqueta del check-in de Vancouver y el polvo del desierto de Atacama. En otra mochila más pequeña llevo algunos libros, un par de libretas, la carpeta de las letras y algunos viejos textos. También cargo con una guitarra y un ukelele. Voy a Blanes, a poco más de una hora de mi casa, a pasar un par de semanas y me emociona como si estuviera llegando a Bangkok.

El tren se detiene en todas las estaciones de pueblos con playa: Badalona, Mongat, Arenys, Calella. He caminado con todo el equipaje a cuestas desde mi casa en la Estació de França hasta Arc del Trionf. Solo con ese pequeño gesto, caminar por las calles de cada día pero con la actitud del extranjero que llega a un lugar nuevo con una mochila a la espalda, ya me he sentido de vacaciones. La misma sensación que siento cuando aterrizo en una ciudad cualquiera de un país desconocido.


Mis vacaciones son cada vez más cercanas. No sé en que momento ha dejado de tener importancia el lugar y ha ganado la improvisación y los planes cercanos. Este viaje, como otros parecidos, empezó con la idea de viajar a Estados Unidos. Mi plan era ir a unos días a Texas a visitar a Jill. Quería pasar primero por New York y después llegar a New Orleans. Me imaginaba en un rancho echando gasolina a las brasas de una barbacoa donde se calcinaban unas hamburguesas y disparando, al atardecer, contra las latas sobre una rama seca en el desierto. Me veía probando guitarras en Williamsburg y escuchando blues en algún garito de Bourbon Street.

Andaba mirando los vuelos y revisando las distancias en el mapa cuando el 1 de junio Lucas llamó a mi puerta. Venía despeinado y lleno de oscuridad, como un gato abandonado después de perderse en los callejones de la gran ciudad, arrugado como una camiseta que alguien se olvidó de recoger del tenderete. Acababa de terminar la relación de tres años con su novia, con la que había estado deambulando sin casa fija durante todo ese tiempo. Justo el día que les dieron las llaves para entrar a vivir a un piso en Blanes las cosas se torcieron.

Le invité a entrar y se metió en la habitación de los trastos de donde no salió hasta dos semanas más tarde, este viernes pasado. Una de aquellas noches, mientras escuchaba las discusiones al teléfono atravesando la puerta cerrada, envié un mensaje a Jill: «Creo que voy a tener que dejar la visita para la primavera». Cambié New York y Texas por las playas de Blanes. Tenía que ayudar a Lucas a entrar en su casa.


Al llegar a la estación de Blanes tengo que tomar un bus hacia la Plaza Catalunya. Nunca antes he estado aquí. Dejo a un lado unas fábricas, cruzo una avenida con rotondas y paso una zona de supermercados. Luego el bus desciende unas calles estrechas y, por fin después de 15 minutos de trayecto, llego a mi parada. Lucas está esperándome.

Me abraza al bajarme del autobús y coge la bolsa pequeña y la guitarra. Caminamos por una callecita en una extremo de la plaza y a los pocos metros giramos por una calle a la que no pueden acceder los coches. Son calles blancas con suelo de cemento. A mitad de la calle se detiene frente al portal de un edificio estrecho y, sacando una llave, dice «es aquí». Tenemos que subir cuatro pisos. No hay ascensor ni vecinos.

Estamos solos en el bloque y empieza la aventura.



Deja un mensaje

Deja un comentario

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.