El Diario de Blanes. Prólogo

Este texto es el primer capítulo de un diario de viaje.


Desperté de una siesta en el sofá después de casi una hora durmiendo. Los almohadones ya tenían la forma de mi cuerpo y, aunque el espacio me quedaba corto, había encontrado la manera de encajar las piernas entre las maderas del reposabrazos. Era lunes 25 de junio del 2018 y llevaba una semana viviendo con Lucas Masciano en su apartamento de Blanes.

Decidimos salir a grabar unos vídeos en la calle. Cargábamos con una silla de madera, una guitarra, un trípode, la cámara, el multipista portátil y un sombrero. Nos situamos en la calle estrecha que desembocaba en el Paseo de la Marina. La bahía quedaba al fondo y asomaba entre los edificios bajos un fragmento de la roca de Sa Palomera. Un contenedor verde de basura a un lado y una moto Scoopy al otro completaban el plano. Al hacer la primera prueba el micrófono captó el aire que corría entre las paredes al que se le sumaba el sonido constante del ventilador de la cocina de un restaurante cercano.

Nos trasladamos a un callejón cercano al piso. La luz era complicada y Lucas salía demasiado oscuro. El contraste con las paredes blancas era muy fuerte. Nos hubieran hecho falta unos focos para iluminar la escena, pero todo lo que estábamos haciendo aquellos días era espontáneo y carente de medios. Sin grabar ni una sola nota regresamos al edificio y subimos a la terraza.

De fondo se veía el castillo de Sant Joan sobre un cielo de áticos cercanos. El mar quedaba a un costado. Las gaviotas no paraban de lanzar gritos como llanto de un bebé. Logramos grabar un par de vídeos de prueba antes de que la batería se agotara por el calor. No disponíamos de otra de repuesto. Me la había dejado olvidada en Barcelona.

Bajamos al piso y abrimos un par de latas de cerveza. Cogí la guitarra y le toqué a Lucas el boceto de una canción nueva que había recuperado de una época antigua. Él me cantó los versos. Sonaban bien en su voz. Abrimos otra lata. Le pedí que me ayudara con el estribillo que yo no había encontrado. Él improvisó una melodía nueva. Fui adaptando la letra a esa medida y a ese tiempo y poco a poco fue llegando a otra lugar. Abrimos la tercera lata, o puede que ya fuera la cuarta. Hacía rato que habíamos dejado de contar.

Nos sentíamos inspirados. Fuera había empezado a oscurecer y entraba una brisa apurada desde el balcón, que hacía temblar las cortinas y luego huía hacia las habitaciones del fondo buscando la salida por las ventanas abiertas. Los folios con ideas y listas de tareas que colgaban en la pared del pasillo se retorcían a su paso.

Estábamos eufóricos. Introdujimos la batería a medio cargar en la cámara y comenzamos a grabar mientras Lucas tocaba y cantaba sus canciones sentado en el sofá. Un tema nuevo, otro viejo, una versión de un tema de alguien. En la última toma de esa tarde la guitarra ya sonaba desafinada.

“Que no se vean las chanclas ni el bañador”, me decía cada vez que apuntaba con el objetivo.

Sobre las once salimos dando tumbos a la calle en busca de un shawarma para cenar. En el paseo frente a la playa apenas quedaba nadie. Los lunes eran una resaca del fin de semana.

Sabíamos que a la mañana siguiente, sin el efecto del alcohol, todo sería distinto, pero en ese instante las canciones y la noche nos parecían increíbles y nuestras. Teníamos la certeza de que todo iba a salir bien, de que no había otra forma, de que era imposible que algo pudiera ir mal.

«En mis peores épocas», dijo Lucas regresando a casa, «hice mis mejores discos».


Las dos últimas semanas de junio del 2018 conviví con Lucas en su piso recién alquilado de Blanes. Aproveché mis vacaciones para anotar todo lo que sucedía por el simple placer de escribir y ver a dónde me llevaban las palabras.

Lo que viene a continuación es lo que quedó de aquellos días.



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