Este texto es parte de un diario de viaje que empieza aquí.
Sábado 6
Edimburgo se divide en el Old Town al sur: la parte vieja con el castillo, la colina, un par de calles grandes y miles de pequeñas, plazas con catedrales, museos y la universidad; y el New Town al norte, la parte nueva, con una organización más cuadriculada, «un plano ortogonal«, dice Wikipedia. Están las tiendas de ropa y los centros comerciales y es menos cuento de hadas. En medio de los dos barrios los Princes Street Garden y las vías del tren. Más al norte está el puerto, Leith, que es donde se desarrolla la película Trainspotting y es donde quiero pasar la mañana.
En Leith se escuchan los sonidos de metal contra metal, los gritos de las gaviotas, como lamentos de bebé, y huele a salitre. No soy consciente de la existencia de olores y sonidos propios de un puerto hasta que salgo por unos días de mi barrio portuario y regreso, más tarde, al mar. Caen algunas gotas, hay viento, un viento de sal. Hay canales, puentes de madera que no se pueden atravesar, calles que parecen antiguas fábricas, adoquines, descampados, un centro comercial y detrás el Royal Yacht Britannia, uno de los navíos más famosos del mundo y que me interesa exactamente el número que se dibuja si cogemos el dedo pulgar y el dedo índice y los juntamos por las puntas y los arqueamos. En forma redonda. En forma de «o». ¿Sí?. Vale. CERO por si no me he explicado con claridad.
Veo un restaurante italiano de color rojo, con una maceta colgada al lado de la puerta y un banco rosa en la entrada. Miro dentro. Manteles de cuadros rojos y blancos. Madera gris claro. Quiero comer aquí. Suena Paolo Nutini. Estoy en cualquier otro lugar. Joder, como me gusta viajar.
Trainspotting
De Trainspotting la escena que siempre recuerdo es esa en la que los cuatro yonkis se bajan del tren en algún lugar indeterminado del campo escocés, con una bolsa de plástico llena de latas de cerveza, para ir de excursión. La imagen de la estación vacía, el tren marchándose, y ellos con sus bombers y sus martens, con el campo inmenso al frente, siempre me pareció el negativo de las parejas que viajan a cualquier lugar vistiendo ropa técnica Coronel Tapioca.
Esos pantalones caquis con chaquetas ligeras de marcas francesas, y las botas con materiales que no se mojan por dentro aunque se cruce un río. Y las cantimploras de metal Quechua, como botijos portátiles que mantienen el agua fresca, y esas mochilitas que tienen un tubito para beber, y el gorrito con la redecita para que transpire el sudor de la frente, y las gafas de sol con un cordelito, y reflejos dorados o anaranjados de los cristales, y echarse cremita en la nariz al salir a la calle a explorar. La parejita urbana que sale de la ciudad, los dos con el mismo uniforme, pero de diferente color. Es un transpotting, pero al revés.
Me identifico más con los yonkis bebiendo sus latas y diciendo que no están orgullosos de ser escoceses porque son la basura conquistada por la basura de los ingleses. Doblemente basura.
Inventarse
Nahuel, al enterarse que había decidido viajar por el Reino Unido me escribió este mensaje:
“Es ideal. Ideal para escribir. Y pasar muchas horas dentro de los hostels, mirando tele con desconocidos, en un sofá. Y de pronto decir: ¿salimos a caminar a algún lado?. -¿Y tú que hacés? -Tengo unas banda y estamos por sacar un disco. Pero ahora vine aquí para ayudarme a escribir mi primera novela.”
Noche
Camino hacia el este, más allá de lo que he andado hasta ahora. No puedo dejar de sorprenderme con los edificios que voy dejando atrás. Ha llovido, y la ciudad es un infinito número de brillos anaranjados. Escucho reír a la gente que sale de los pubs. Las chicas con zapatos altos y abrigos largos caminan deprisa intentando no caer. Los adolescentes van en manga corta con la cara roja. Por un segundo se me olvida que soy un turista de paso. Sé a donde voy, me muevo con la tranquilidad del que conoce el camino. He estado en el pub que me recomendó William, es una noche de Open Mic, pero no podía dejar de pensar qué estaría pasando en el Captains Bar, quién tocaría ahora en el Captains Bar, quién estaría sentado en mi lugar en el Captains Bar, como si ya tuviera derecho a pensar en que ese es mi sitio en el Captains Bar. Tengo que ir al Captains Bar. Regreso al oeste, seguro de cual es el camino hasta el Captains Bar
Nada más sentarme en mi lugar, que me estaba esperando vacío, una señora me pregunta si toco algún instrumento y me pide que cante algo. Digo que no sé. Sonríe. Al ponerse de pie veo que tiene mi tamaño. Su compañero, un tipo barrigudo con sombrero, pelo largo canoso y una barba larga, me hace un gesto de afirmación, moviendo la cabeza de arriba a abajo lentamente. Le habla a otro chico que hay en la mesa de al lado, la mesa de los músicos, sobre barbas y le dice, señalando a cada uno de nosotros, que todos tenemos pelo en la cara, que es lo natural. Llega el músico de hoy, Edwan Wilkinson. Le acompaña una violinista. Me recuerda a la Annie de Treme. La forma en la que cierra los ojos al tocar, el gesto de los labios, el pelo recogido.
Me siento transportado, en otro escenario, en otra vida, y me imagino un mundo paralelo en el que yo soy músico, en el que el ritmo de mis días lo marcan las canciones, en el que soy yo el que transporta a otros mundos paralelos a los que están a mi alrededor. Cuando despierto estoy hablando con Liv, que pregunta qué hago en Edimburgo. “Tengo unas banda y estamos por sacar un disco. Pero ahora vine aquí para ayudarme a escribir mi primera novela”, contesto. «Me obligaste a decirlo, Nahuel«, pienso.
Al dejar la puerta del pub a mi espalda, me vuelve a golpear el frío en la cara. Dentro siguen cantando. Esta vez he ido al baño antes de salir. Mañana me voy de la ciudad, y ya la estoy echando de menos.
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