La humedad ha entrado en el coche en el Delta del Ebro y no nos abandona durante toda la N-340 que hemos tomado al abandonar la autopista por puro aburrimiento. Allí dentro no pasa absolutamente nada y aquí fuera por lo menos hay polvo.
¿Cuantas horas hay que dormir para que el día sea nuevo y limpio? ¿Porqué no puedo levantarme peinado y maquillado como en cualquier película norteamericana? ¿Porqué resoplo y solo deseo seguir durmiendo y soñando?
En los sueños los besos no saben a nada, ni hay olor, ni hay calor, ni hace frío. Podríamos estar desnudos en la nieve y no helarnos. Podríamos estar el camarote de un barco amarrado en el puerto y no sabríamos que fuera hay viento de tormenta.
Cuando viajo siempre escribo un diario. Puede ser algo sencillo como unas anotaciones de los lugares que visito; donde duermo; los precios que pago; las horas que tardo en llegar de un sitio a otro; los nombres de la gente con la que me cruzo. O puede que escriba un relato del viaje lleno de cuentos: con los olores, los colores, las conversaciones y los recuerdos que, inevitablemente, se disparan con el movimiento.
Alguien simplemente un día inventó el tiempo. Antes no habían ni minutos, ni segundos, ni horas, ni días. Ni siquiera habían semanas ni meses. Alguien decidió que 12 era el número de ciclos lunares completos que tiene un año para que los agricultores pudieran controlar las cosechas. Más tarde los egipcios dividieron el día en 12 horas de luz y en 12 horas de oscuridad. Finalmente, en el siglo XIII, unos monjes inventaron el reloj mecánico para controlar los *horarios* de sus rutinas en el monasterio. Y con el nacimiento de las horas nació también la impuntualidad.