Última vez

Aquel día en el que estaba a punto de comer saltamontes fritos comprados en un puestecito ambulante en alguna calle de Oaxaca, tuve claro que aquella iba a ser la primera vez que un insecto iba a servirme de alimento. Preparé todos mis sentidos para analizar y entender aquel sabor nuevo que mis ojos no podían aceptar pero que mi olfato y mi sabor, sobre todo mi sabor, reconocían como nuevo. Toda mi energía enfocada en entender la textura de aquello que comía por primera vez. Mi memoria almacenando cada detalle para que, años mas tarde, pudiera recordar la experiencia de aquella primera vez que comí saltamontes fritos.

En aquel vuelo en el que descubrí que se escondían algunos pequeños agujeros en la superficie de mi cráneo con burbujas de aire que se condensaban y se expandían a cada cambio de presión produciendo un dolor infinito similar a un alfiler clavándose en mi cabeza, tuve claro, sin ningún tipo de duda, que era la primera vez que volaba. La sensación de estar encerrado en una caja de metal que, en apenas una hora, me llevaría a un lugar en el que normalmente necesitaba un día entero para llegar, quedó, de nuevo, grabado en el disco duro de mi memoria como la primera vez que volaba en avión.

La primera vez, sin necesidad de semáforos en verde. Consciente que es la primera vez, sin trompetas de salida, sin el silencio tras subir el telón, sin la tensión de la pelota que una vez ha llegado a lo más alto se detiene, por unas décimas de segundo, para volver a caer. Siempre entendiendo que ésa es la primera vez.

Aquél verano en el que recogimos las tiendas del camping de Son Bou y con los coches alquilados fuimos al aeropuerto de Mahón, no fuimos conscientes que nunca más volveríamos a Menorca. Nos fuimos con la misma dejadez con la que nos fuimos todos y cada uno de los años anteriores, sabiendo con seguridad que volveríamos al año siguiente. Pero no regresamos. Nunca jamás regresamos, y si lo hicimos, lo hicimos de otra manera, menos salvajes, menos nosotros, más otras personas ajenas, como extraños. No sabíamos que aquél iba a ser el último verano de aquellos veranos en los que aún éramos jóvenes y aún no habíamos acumulado adioses.

No nos despedimos de las plazas en las que solíamos quemar las noches, ni supimos que aquella copa iba a ser la última copa de la última borrachera que íbamos a sufrir juntos. No nos despedimos de aquellos amigos a los que pensamos ver el día siguiente, ni de los que se fueron por un tiempo, mientras esperábamos a «que esto se resolviera«. No nos miramos los unos a los otros con la intensidad del emigrante que cruza el Atlántico hasta un nuevo mundo dejando atrás su tierra para siempre y ve la ciudad desaparecer a la distancia. Ese adiós justo antes de la colisión del meteorito.

Nunca guardé ese último beso que nos dimos sin saber que iba a ser la última vez que nos íbamos a besar. No memoricé sus rincones porque nunca supe que iba a ser la última vez que los iba a recorrer con mis dedos. Nunca lloré su último adiós al cerrar la puerta y bajar las escaleras, justo cuando el ruido del ascensor ocultaba el sonido de sus pasos, porque no sabía que sería la última vez que sus pies pisarían mis escalones. Nunca intenté distinguir todas las motas de polvo en los cristales de mi ventana, porque siempre, pensé, iban a estar sucios para mirarlos con ella.

La última vez, sin necesidad de semáforos en rojo. Inconsciente última vez, sin trompetas de llegada, sin el aplauso tras bajar el telón, sin la tensión de esa pelota que una vez ha subido a lo más alto se detiene, por unas décimas de segundo, para caer de nuevo. Nunca entender cuando es la última vez.

Ahora, que he aprendido que no hay marca en el calendario, voy a mirar cada lugar con la melancolía del que es consciente que será la última vez que estará frente a la orilla. Cada edificio, cada acera, cada señal de tráfico, cada rayo de sol entre las columnas de los templos, cada amanecer y cada nuevo día como si fuera el último, y ya no habrá mañana. Cada tono de azul, cada olor, cada cielo gris, cada mota de polvo. De cada amigo me despediré con el abrazo del que sabe que nunca jamás van a volver a encontrarse. Escucharé sus pies bajando por las escaleras sabiendo que será la última vez que los oiga rozando los escalones.

Y a ti, a ti te besaré como si cada beso fuera el último que nos fuéramos a dar. Memorizaré todos tus rincones con las yemas de mis dedos, hasta que sea capaz de dibujarlos con los ojos cerrados. Solo de esta manera entenderé que siempre es la última vez y preparé mis sentidos para no echarte de menos cuando ya te hayas ido.



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